Hay dos maneras de acercarse, y ninguna resulta satisfactoria, a Gran Turismo: desde la perspectiva de quien ha disfrutado como usuario del videojuego que la inspira, o, como es el caso del arriba firmante, desde el más absoluto desconocimiento de lo que significa conducir el bólido virtual de este popular simulador, poniendo el foco en la pura experiencia cinematográfica. En el año de los exitazos de la simpatiquísima Super Mario Bros y de la magistral The Last of Us, incluso con la resaca de aquella descafeinada aventurilla que versionaba Uncharted, con Tom Holland dando saltos por las calles de Barcelona, los gamers interesados en el cine (¿los hay?) podrían desconfiar, de entrada, pensando en cómo demonios era posible dramatizar un juego como este, en el que simplemente se conduce.

La apuesta narrativa de Sony ha pasado por convertir las claves del Gran Turismo de PlayStation en vehículos, nunca mejor dicho, que contextualizan, y espectacularizan, lo que, en definitiva, es un ramplón biopic al uso sobre un tipo corriente que logró hacer realidad un sueño más grande que la vida. La película que nos ocupa cuenta la verdadera historia, con abundantes licencias, de Jann Mardenborough, un estudiante aficionado a las consolas que abandonó la universidad para poner todas las fichas al rojo: en 2011 participó en una competición online que lo clasificó para el campus GT Academy, creado por Nissan y PlayStation, con la idea de que esos pilotos virtuales aplicaran en coches reales el talento desarrollado entre las cuatro paredes de su habitación. El premio gordo del GT Academy daba la oportunidad de competir con coches de verdad, y Mardenborough iniciaría una trayectoria profesional en el Campeonato de Europa de Fórmula 3, que lo llevaría, entre otros hitos, a competir en las 24 Horas de Le Mans.

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Hay dos frases que resumen a la perfección el espíritu y los resultados de este largometraje. Una de ellas, del director sudafricano Neill Blomkamp, quien, en una entrevista al portal IGN, confesaba su reacción al recibir el guion de esta película: “Pensé que no tenía ningún sentido adaptar un simulador de carreras”. La otra se escucha en el film de boca de Orlando Bloom, que interpreta a un ejecutivo de Nissan: “Todo esto es una gran operación de marketing”. Nadie podrá acusarles de engatusarnos. Las reticencias iniciales a la hora de aceptar el proyecto de Blomkamp, cineasta que irrumpió en nuestras vidas con la estupenda Distrito 9, y que también ha firmado films como Elysium o Chappie, son las que dictaría el sentido común, un valor que, en los tiempos que corren, ha dejado de tener importancia alguna. Así que el director, probablemente motivado con un cheque con muchos ceros a la derecha, sale de la zona de confort que suponía su dominio de la ciencia-ficción y el terror y se pone manos a la obra planteando lo que intenta ser, sin conseguirlo, una experiencia inmersiva.

El guion se rinde a todos los clichés; es una historia de superación que busca ser inspiradora, abundando en la pesadísima turra de que cumplir sueños, es posible si se acompaña con esfuerzo

Dado que no hay historia que adaptar en un videojuego que no es un videojuego (sentencia que se dice en la película, no quisiera el cronista meterse en líos con los fundamentalistas del GT), el guion de Jason Hall y Zach Baylin se rinde a todos los clichés y alguno más que tiene a mano: Gran Turismo es una historia de superación que busca ser inspiradora, abundando en la pesadísima turra de que cumplir sueños es posible si se acompaña con esfuerzo, dedicación y compromiso. Si el argumento es completamente hueco, vacío como el bolsillo de Carpanta, tampoco ayuda poner en el centro del relato a un protagonista con una vida tan apasionante como sentarse en un prado a ver crecer la hierba. Y es que, más allá de su pericia al volante, lo más curioso del muchacho es su afición a escuchar el saxo de Kenny G y los cánticos de Enya antes de participar en una carrera.

No hay conflicto con suficiente entidad en la trama (ni la relación de Mardenborough con su padre, ni la rivalidad con un engreído piloto que debería ser su némesis y no pasa de niño mimado al que alguien debería darle unos azotes) ni desarrollo alguno en los personajes. Así las cosas, Gran Turismo se convierte enseguida en una concatenación de carreras sin asomo de épica, y eso tiene mucho mérito, rodadas de forma confusa, con un montaje sincopado que, sin ton ni son, nos lleva de los rostros de los pilotos a planos aéreos para empalmar con rapidísimos barridos o con planos de piezas del motor en combustión. La sombra de Michael Bay es alargada. Lo que sí vemos con detalle es el infinito product placement que no hace más que confirmar la frase de Orlando Bloom. Tal es la decisión de convertir Gran Turismo en una operación de marketing que el film comienza con un vergonzante prólogo en forma de vídeo corporativo que costaría tragarse incluso en una reunión de accionistas de una empresa.

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Puestos a encontrarle luces al asunto, se puede aplaudir a David Harbour. Sin ningún esfuerzo y a base de carisma, el popular sheriff de Stranger Things roba todas y cada una de las escenas en las que aparece, convertido en el mentor que enseña todo lo que sabe a su discípulo, al tiempo que le encauza y atempera sus dudas haciéndolo mejor piloto de lo que él mismo nunca pudo ser. Otro cliché. Del resto del cast, Orlando Bloom deja claro que cualquier tiempo pasado fue mejor (más con orejas puntiagudas y flechas en el carcaj). Y el británico Archie Madekwe (Midsommar) cumple sin más poniéndose en la piel de Jann Mardenborough. Y una curiosidad para aficionados a las revistas del corazón: el papel de Antonio Cruz, el piloto español que compite junto al protagonista en las 24 Horas de Le Mans, corre a cargo del actor y modelo madrileño Pepe Barroso, concursante de Masterchef Celebrity, exnovio de la cantante argentina Tini Stoessel e hijo del fundador de Don Algodón. El suyo sí sería un biopic con jugo.

Adaptar un simulador de conducción a la gran pantalla no tenía ningún sentido

Durante su eterno metraje (135 minutos dura la broma), Gran Turismo apenas consigue algo más que reivindicar un género trufado de buenas películas: de las recientes Le Mans’66 (James Mangold, 2019) y Rush (Ron Howard, 2013), a las pretéritas, y fabulosas, Grand Prix (John Frankenheimer, 1966) o Peligro... línea 7000 (Howard Hawks, 1965). En cualquier caso, y por la pura naturaleza del producto que nos ocupa —esto es, apuntalar a los gamers ya convencidos y, por qué no, sumar nuevos usuarios al simulador—, no parece que esas comparaciones vayan a importarle a nadie.

Puede que Gran Turismo haya pasado a la historia de los videojuegos por mil y una virtudes que, obviamente, se han quedado en el camino en su traducción cinematográfica. También podría ser que, a partir de ahora, Neill Blomkamp le haga más caso a su olfato y al sentido común. Porque, efectivamente, adaptar un simulador de conducción a la gran pantalla no tenía ningún sentido.