Durante años, los aficionados al hard rock y el heavy metal pensaron (y todavía piensan) que tanto Lemmy como Ozzy Osbourne eran inmortales. Había razones para creer en ello. Verdaderamente, eran personas (y, sobre todo, personajes) que estaban hechos de otra pasta. No solo por esa vida tan loca y el reguero de anécdotas inverosímiles que arrastraban: el uno y el otro eran algo parecido a una marca. Cada uno la explotaba a su manera. Si a Lemmy le pirraban los tanques militares y el bourbon Jack Daniel’s, a Ozzy le perseguía esa fama de hombre loco que daba mordiscos a murciélagos (en la película Little Nicky, protagonizada por Adam Sandler, había una escena en la que Ozzy parodiaba ese momento) y esnifaba hormigas en una piscina (lo explicaban Mötley Crüe en el libro —y posterior biopic— The Dirt). Lemmy Kilmister dejó el edificio en 2015, dejando huérfanos a los fans de Motörhead. Se iba algo más que un músico o incluso una leyenda: se iba su forma de entender la existencia y el rock’n’roll. Lo mismo sucede con Ozzy Osbourne.

Los homenajes, mejor en vida

Se suele decir que los homenajes, mejor en vida que después de muertos. Y Ozzy tuvo la suerte de vivir, a principios de este mes, la mejor despedida posible. Junto a aquellos compañeros con los que formó Black Sabbath (sí, siempre presente esa frase de Henry Rollins acerca de las cosas en las cuales puedes confiar). Birmingham, la ciudad que vio nacer a los inventores del heavy metal (o al menos a los que empujaron hacia esa transición), se vistió de gala. Todo allí respiraba a Black Sabbath: las calles, los halls de los hoteles o la estación de tren y metro. En cualquier rincón de la ciudad había una señal, un recuerdo.

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Ozzy Osbourne, el príncipe de las tinieblas

La jugada era maestra: reunir un mismo día y en un mismo lugar al máximo de exponentes del hard rock y el heavy metal. Faltaron Judas Priest, que son de esa misma ciudad: se habían comprometido a participar en otro evento que celebraba los sesenta años de Scorpions en Hannover. Y una palabra vale más que cualquier cosa, por más que te pierdas la fiesta más grande del heavy. De entre las diferentes fotografías de ese día, hubo una muy publicitada: esa en la que pillan conversando en el backstage a James Hetfield y Axl Rose. Pero la más vista fue la de Ozzy en su trono. Era lo que quería ver todo el mundo. Y, ciertamente, daba igual si tenía más o menos voz. Lo importante es que estaba allí, y todavía se agitaba y se emocionaba cantando Paranoid.

Visionario y astuto

Ozzy salió oficialmente de Black Sabbath en 1979 (reemplazado por otra voz estratosférica, la de Ronnie James Dio). Se acusaban mutuamente de abuso de sustancias, y entonces él fue el defenestrado. A partir de ahí, cursó una carrera en solitario de órdago. Solo en los ochenta firmó discos como Blizzard of Ozz, Diary of a Madman, Bark at the Moon o The Ultimate Sin, y el que quizá haya quedado como su gran hit (el medio minuto inicial define su estilo y la cantidad de ideas que podía canalizar en una misma canción). Ozzy tenía un ojo clínico para los guitarristas; la nómina de hachas que tuvo al lado quita el hipo (Randy Rhoads, Jake E. Lee o Zakk Wylde). En cualquier caso, tenerle cerca era un estímulo: o exprimías tus cualidades o salías de la ecuación.

Algo por lo que destacaba el señor Osbourne era por saber adaptarse y leer cuándo y cómo tenía que dar un cambio de timón. En ese sentido, era astuto

Sin embargo, algo por lo que destacaba el señor Osbourne era por saber adaptarse y leer cuándo y cómo tenía que dar un cambio de timón. En ese sentido, era astuto. En 1991, dentro del álbum No More Tears, había un tema como Mama, I’m Coming Home, que le abría otras puertas, otras vías comerciales. Incluso en 2020 tuvo olfato para que se unieran a él Post Malone y Travis Scott en Take What You Want, una pieza que sumó millones de reproducciones en plataformas de escucha. Hasta en eso fue un adelantado a su época. Justo un año antes, le detectaron que tenía Parkinson.

Gracias por existir

Lo que nadie esperaba es que Ozzy fuese un día carne de reality show (aunque, teniendo a Sharon Osbourne —quien figuraba como productora ejecutiva— como mujer y mánager, todo es posible, incluso montar el Ozzfest como fuente de negocio). Pero aquello que, al principio, podía parecer un disparate, funcionó como un cohete. Ahí la MTV estuvo avispada. El primer episodio se emitió el 5 de marzo de 2002, y el invento duró cuatro temporadas. Hasta la programó en su parrilla un canal como TV3. El éxito se basaba en que podías ver cómo vivía la familia Osbourne: un delirio absurdo que enganchaba. Y ver a un Ozzy que, en ese contexto, provocaba ternura (y algunas risas). En esos instantes televisivos dejaba de ser el príncipe de las tinieblas.

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Ozzy Osbourne, el príncipe de las tinieblas / Foto: Balazs Mohai / EFE

También fue un visionario para eso: un lince captando audiencia y atención. Sus hijos también eran protagonistas (Kelly fue la que sacó más tajada). Y no hacía falta que te gustara el heavy metal para disfrutar la serie. Esa parodia familiar llegó a muchos hogares. Ozzy, nuevamente, entraba en otra dimensión. Y así, hasta el día de su muerte. Por más que hiciese locuras (algunas bárbaras), era un hombre hábil, con instinto (y talento). En 2024 lo indujeron en el Rock’n’Roll Hall of Fame, con el actor y músico Jack Black como maestro de ceremonias. Ozzy aparece en su trono, y agradece las palabras, los elogios. Al mismo tiempo, sonríe como ese pequeño demonio que, a lo largo de su vida, ha hecho tantas travesuras y, claro, levanta las manos (“a mí que me busquen”). Se acuerda, como es costumbre, de Randy Rhoads y lanza el grito de Crazy Train. “Gracias por existir”, le dice Jack Black. Por siempre, Ozzy será eterno e inmortal. Como su amigo Lemmy.