Corría 2015 cuando la exitosa canción de Robin Thicke producida por Pharrell Williams despertó pasiones y polémicas alrededor del mundo. Blurred lines levantó tantas que desempolvó hasta las más imprevisibles: después de ganar un Grammy, recaudar más de 16 millones de dólares y convertirse en un lamentable alegato sonoro del sometimiento femenino, la familia de Marvin Gaye creyó que se parecía demasiado a Got to give it up y les demandó por plagio. Sus creadores fueron condenados a pagar cinco millones a los herederos del cantante americano y se confirmó que la familia recibiría el 50% de todos los futuros royalties de la canción.

El litigio se convirtió en uno de los más sonados de la década y casi del siglo: era la primera vez que una demanda por plagio se ganaba solo porque un tema tenía un flow similar a otro. “Si escuchas los dos temas, básicamente tienen un feeling parecido; está claro que en el estudio en algún momento se habló de la canción de Gaye, pero entre las dos no hay ninguna nota igual, ni ninguna progresión de notas, frase o melodía que sea igual”, explica Sr. Chen, cantante y productor catalán. Y ahí se abrió el gran melón: ¿dónde está el límite entre inspiración, influencia, moda y copia?

El de Blurred Lines no es el único caso de plagio que ha habido ni será el último en la industria musical. Hace menos de un mes, la canción ganadora de Eurovisión, Tattoo de Loreen, entró en polémica por el parecido que guarda con Flying free. Dj Ruboy y Dj Skudero, productores creadores del popular tema maquinero, enseguida comunicaron su intención de emprender acciones legales contra la sueca. También la familia de Marvin Gaye presentó otra demanda contra Ed Sheeran y su Thinking out loud que contra todo pronóstico acabó en papel mojado. Este tipo de disputas en los tribunales es como una ruleta rusa en la que confluyen muchos actores y factores: no hay una verdad absoluta porque el plagio como tal no tiene una definición conceptual y normativa más allá de la jurisprudencia.                                                             

Sobre papel, la ley punitiva es clara: según dictamina el Código Penal, el plagio consiste en copiar de manera total o parcial una obra protegida por los derechos de propiedad intelectual para obtener un beneficio propio y atribuirse la autoría de la misma —aunque una denuncia de este calibre también se puede perseguir por la vía civil si no hay una finalidad lucrativa—. Esta aproximación parcial es el principal quebradero de cabeza de los creadores y los juzgados, porque es prácticamente imposible discernir si hay voluntad de plagio o una mera coincidencia. Es decir, que existe una fina línea entre lo que se idea desde cero y los referentes que uno utiliza para llegar a ello.

Sr. Chen: "El 90% de las canciones que se hacen en el mundo tienen los mismos cuatro acordes"

Este hecho, que ya de por sí es de difícil regular debido a su vertiente creativa —y a que, como dice Chen, “el 90% de las canciones que se hacen en el mundo tienen los mismos cuatro acordes”—, se ha visto multiplicado en las últimas décadas debido en gran parte a las redes sociales, el auge de Internet y la facilidad con la que se difunden los nuevos productos. “Sigue habiendo plagio, sobre todo cuando los titulares no hacen valer sus derechos ante terceros y suben su música sin registrarla; a partir de ahí, los algoritmos se dedican a peinar la red en busca de estos materiales para aprovecharse de ellos”, comenta Iago Mejuto, perito judicial experto en Musicología Forense (y derechos de autor y propiedad intelectual). Es decir, se abre la veda del vacío legal.

Hace un par de meses, un usuario de Twitter denunciaba que Rosalía y Rauw Alejandro habían cogido una idea suya para el diseño de su LP conjunto. Aunque lo reclamó públicamente, la queja no pasó de ahí. “Las ideas no se pueden proteger por propiedad intelectual, hace falta que estén plasmadas para que estos derechos existan”, dice el abogado Victor Roselló, experto en derecho digital y director fundador de Roselló-Mallol Advocats. Para proteger obras y formatos, el registro de la propiedad intelectual (o a través de algún sistema de registro digital) es primordial, así como publicar las obras con una licencia de uso que anuncie qué puede hacerse y qué no. En teoría, y a parte de este registro, “para que haya plagio es necesario que se copien los elementos básicos o estructurales de una obra, y no elementos meramente accesorios”. Pero esta premisa no frenó la condena de la canción de Thicke, abriendo un gran abanico de posibilidades que deslegitima a los artistas a la hora de crear y experimentar y que les deja desprotegidos frente a demandas similares. Dice Sr. Chen que hay miedo entre la comunidad. “Me encuentro con artistas que de repente tienen miedo de que lo que crean se parezca a algo, y la I.A. nos pone al descubierto, porque nos hace darnos cuenta que lo que entendemos por autoría es complejo, pero recreable”.

Según Mejuto, no puede haber ninguna fórmula para saber cuando hay plagio o influencia porque el arte no está sujeto a fórmulas. “Es imposible contestar qué características debe tener una obra musical para considerarse un plagio, solo se puede abordar la pregunta desde casos concretos”. Para él, el límite para saber cuando hablamos de una copia es si hay elementos objetivos entre dos obras que puedan hacer que una se confunda con la otra, y lo demás está de más. “Parecerse a otros, incluso imitarlos, no solo no es un delito, sino que es un derecho, igual que el hecho de que haya coincidencias entre obras: además, es inevitable”, opina.

Aunque le han llegado canciones que se parecen mucho a temas suyos (y reconoce que si se trata de artistas más tochos, da rabia), en el mismo sentido se mueve Chen cuando reivindica la absurdidad de intentar ponerle límites a la autoría de las cosas, sobre todo teniendo en cuenta que muchos géneros, como el blues, el flamenco o el jazz, se sustentan en una sola progresión y en una escala. “Los estándares de jazz, por ejemplo, son unos temas que la gente reinterpreta y la gracia es como los artistas cogen eso y le dan un giro”, cuenta. El alter ego de Martí Mora lo tiene claro cuando destaca el agravio que supone lo ocurrido con Blurred Lines para los compositores de música y se proclama un fiel defensor del oficio del sampleo, nombre con que se conoce al arte de extraer sonidos de otras canciones y utilizarlos como recurso musical, y que ha sido usado ampliamente (y consensuadamente) por infinidad de artistas en la historia de la música. 

Iago Mejuto, perito musical: "Parecerse a otros, incluso imitarlos, no solo no es un delito, sino que es un derecho, igual que el hecho de que haya coincidencias entre obras: además, es inevitable"

Rihanna sampleando el Wanna be Startin’ Something de Michael Jackson en Don’t stop the music; el Hung up de Madonna utilizando sonoridades de Gimme! Gimme! Gimme! de ABBA; el vínculo entre Like toy soldiers de Eminem y Toy Soldiers de Martika; el último single de Aitana, Las babys, que versiona el mítico Saturday Night de Whigfield, y que para Mora es indicativo del gran poder que tiene actualmente la nostalgia. Otros menos conocidos, como que el famoso inicio del Crazy in love de Beyoncé que se convirtió en número uno en 2003 no salió de ella y pertenece al tema setentero Are you my woman (Tell me so) de The Chi-Lites, o el sample que Drake hizo en Hot like blink de Why can’t we live together de Timmy Thomas. Incluso Damon Albarn, cantante de Gorillaz, enseñó hace unas pocas semanas en un vídeo viral que la canción más famosa del grupo, Clint Eastwood, era en realidad una demo del sistema electrónico del instrumento musical japonés Omnichord. “La esencia del remix no la hemos inventado los que hacemos música electrónica, es que la música es esto”, matiza Mora.

¿Se ha copiado Eufòria de Operación Triunfo?

Los programas de televisión también se han visto las caras en los juzgados por temas relativos al plagio. Uno de los últimos casos mediáticos fue la demanda que presentaron los creadores de Operación Triunfo contra Eufòria y la Corporació Catalana de Mitjans Audivisuals (CCMA), porque según contaron Toni Cruz y Josep Maria Mainat en un hilo de Twitter, el talent show de TV3 es “un OT en catalán” y “reproduce punto por punto la experiencia, las mecánicas, los elementos del formato, la escenografía, los personajes y la terminología sin reconocer su autoría”. Ambos programas televisivos tienen el objetivo común de encontrar al artista 360º y recurren a una especie de nominaciones o “zona de peligro”, en el caso de Eufòria, para ir descartando perfiles hasta la votación del público para decidir la expulsión. También hay diferencias, como que los concursantes de OT vivían 3 meses íntegros en la Academia sin contacto con el exterior y los de Eufòria no.

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¿Por qué Gestmusic va en contra del show de la cadena pública catalana? También en 2002, la productora de Operación Triunfo se las vio con Telecinco por la similitud entre el programa y Popstars, pero la idea de televisar un concurso musical ha pasado por varias cadenas y formatos, como La Voz (y La Voz Kids), El Número 1 o Factor X. Aunque a simple vista parezcan sucedáneos, legalmente todos son programas originales porque explotan sus dinámicas de manera diferente, haciendo que no exista un monopolio del género televisivo que vaya contra la libertad de creación. Hay que discernir entre el concepto y cómo se materializa en la práctica, porque, volviendo a parafrasear al letrado Roselló, las ideas por sí solas no pueden considerarse obras de propiedad intelectual. 

El hándicap sería si un elemento genuino e identitario de un mismo formato se replicara a otro, atentando directamente contra su originalidad a partir de elementos estructurales o nucleares. En ese sentido, Cruz y Mainat defienden que Eufòria y OT comparten más patrones que los que les diferencia, y lamentan que después de haberse exportado a más de 70 países sin ningún conflicto, un producto nacido en Catalunya haya sido copiado concretamente por la tele pública catalana. Lo que pasará se resolverá por la vía legal, a no ser que haya acuerdo, cosa que de momento no se atisba en el horizonte cercano. Otro ejemplo próximo en el tiempo es lo que sucedió a finales de 2022 con Pasapalabra, cuando los magistrados de la Audiencia Provincial de Barcelona concluyeron que Atresmedia no tenía los derechos de propiedad intelectual de la prueba final de El Rosco (pertenece al grupo neerlandés MC&F) y que, por lo tanto, no lo podía emitir. Algo tan definitorio e identificativo de un formato no puede ser copiado sin consecuencias.