Todos queremos estar. Allí fuera, donde sea. Que nos vean. Que nos escuchen. Que lean lo que escribimos. Que nos admiren. O que nos odien y así reafirmarnos en lo que genera nuestra razón. Suena un poco intenso, pero ya entendéis qué quiero decir. Y a veces, cerrarse y desaparecer es un bálsamo para el alma. No moverse de la cama y que las sábanas se te coman y fuera el mundo reviente. Cuándo tienes migraña y no tienes ganas de trabajar, ni de cargar las bolsas de la compra, ni de tener opinión sobre las cosas. Yo siempre voy tarde con todo. Porque soy lenta como una mala cosa. Y ahora que ya había pasado la última ola de covid y parecía que podíamos estar tranquilos cuándo íbamos a cenar en grupo alrededor de la mesa, me infecto y me tengo que quedar siete días cerrada en casa.

Cuando no tienes que estar, allí fuera, donde sea, el tiempo toma un ritmo pegajoso y sublime. Yo, que pierdo el rato, que me encanto, ahora tengo todas las horas del día. Y la primera mañana de mi no estar Rusia había atacado Ucrania y en la radio un soldado en Lugansk decía que están preparados para todo. La cobertura se cortaba por las explosiones y de tan real no parecía real. Por la tarde, imágenes de colas inmensas de coches abandonando Kiev. Recuerdo cuándo desde la escuela enviamos libretas y material escolar a Bosnia. Treinta años después, y de manera inconcebible, la Guerra vuelve a estar en Europa. Y la percibimos con una inmediatez absoluta y eso lo cambia todo. No sólo en las radios y televisiones, el scroll infinito en imágenes, vídeos, comparaciones y sentencias en 140 caracteres.

Mientras tanto, por la ventana he descubierto que las palomas se picotean la comida que tienen dentro del pico. Tengo dos en el tejado de delante que se pasan rato enganchadas y primero he pensado que era como si se besaran. Muy curioso. Pero me las he mirado bien y he visto que en realidad se quitan la comida la una a la otra. La comida todavía no está masticada porque en el pico no tienen dientes. Los pájaros se la tragan entera y el estómago hace el trabajo. Tengo tiempo de pensar y buscar todo eso, ahora. De mirarme a las bestias sucias de los tejados y de imaginar a la protagonista de Mamut, que he leído estos días. Y he pensado que la Baltasar tiene la capacidad de ponerte dentro de una cabeza, un cerebro. A mí me cuesta imaginarme en movimiento a sus personajes porque te hace estar dentro del todo. Y entonces no los puedes ver desde fuera. Pero te chupan, cuando los lees. Su literatura te lleva por donde no quieres ir. Hay momentos que, aunque no lo soportes, la protagonista actúa con una inercia demoledora "per no corrompre la bassa on la vida surava". Hay poesía. Y no hay moral. Y el arte, justamente, es eso lo que tiene que querer. No te puede dar lecciones porque entonces es infinitamente menos interesante. Te tiene que hacer pensar sin que se vea la cosa pensada. Te tiene que incomodar, te tiene que enseñar lo que no quieres ver.

No se crea desde el vacío, siempre hay una ideología, siempre hay una cosa pensada. Qué muestras y qué no, en cualquier forma artística, qué normalizas, qué obvias. No es fácil, el equilibrio

Como Georgina (me la he tragado entera) en las declaraciones a cámara y anunciando su inquebrantable felicidad familiar. Todo tan artificioso que pierde la gracia del reality y la sensación de poner un ojo dentro de la privacidad, pero que no puedes dejar de mirar para saber hasta dónde puede llegar. Sólo diré que en el primer capítulo coge un jet privado para ir a probarse vestidos a París y vuelve por la noche para llevar a los niños a la cama. No hay moral, aquí tampoco. Podría ir ligando todo lo que he visto, leído, sentido, estos días. La madre más odiosa de todas las madres de la narradora de Sagitari, de Natalia Ginzbug. La taladradora del Fortuna que quieres en el cráneo de El Buen Patrón (pero sabemos que no hay justicia para los pobres y que los buenos patrones no acaban nunca con taladradoras en la cabeza). También los colores inconfundibles de las cocinas almodovarianas en Madres paralelas y los momentos excesivamente didácticos de la trama histórica.

Yo prefiero acabar cabreada que no sentir que me han colado un panfleto. Pero también es cierto que no se crea desde el vacío, siempre hay una ideología, siempre hay una cosa pensada. Qué muestras y qué no, en cualquier forma artística, qué normalizas, qué obvias. No es fácil, el equilibrio. Tampoco entre enseñarlo y suscitar la crítica, que al final siempre recae en quien se lo mira desde el otro lado. Veo que las palomas siguen con la comida compartida. Refresco la cronología de Twitter. El Papa y los padres de vientres de alquiler. Dos años desde el primer caso de covid. La perspectiva del tiempo enfatiza la trascendencia y la absurdidad de muchas cosas. Esto se publicará el martes, me parece. Y yo el miércoles ya podré volver a salir.