Cuando Ana Iris Simón (la Ana Iris, a partir de ahora) dijo que le daba envidia la vida que tenían sus padres a su edad, se armó en todo el territorio la marimorena. Lo escribió primero en un artículo publicado en Vice en diciembre de 2019, con la pandemia siendo aún un chiste utópico, después en su libro Feria (Círculo de Tiza, 2020) y más tarde lo diría también ante Pedro Sánchez cuando fue invitada a un acto sobre despoblación en la Moncloa, ella que nació en aquel pueblo manchego de cuyo nombre no quiso acordarse durante mucho tiempo. Cuando el discurso se hizo viral, unos – los de la extrema derecha, más populistas que el hambre y los llamados rojipardos, los izquierdas pero conservadores - aplaudían con las orejas, mientras que otros lapidaban a la Ana Iris por ilusa, añeja y falangista; que cómo se iba a tener nostalgia de un tiempo en que las mujeres eran acalladas a la sombra del fregadero, los homosexuales no podían casarse y los inmigrantes veían sus derechos caer en saco roto, maltratados tanto por la administración como por los patrones.

Por todas estas condenas a sus espaldas se convirtió a la Ana Iris en la neorrancia número uno, el saco de todos los golpes condensados ahora en Neorrancios: sobre los peligros de la nostalgia (Península, 2022), un libro a once voces (con once artículos ensayísticos extensos) coordinado por la periodista Begoña Gómez Urzaiz que intenta explicar que cualquier tiempo pasado no fue mejor y alertar de los peligros sociales y políticos de idealizarlo. No es que no tengan razón sus autores – que la tienen toda – cuando sentencian la burbuja inmobiliaria, el machismo estructural, el pueblo solo en vacaciones, el abandono y el olvido del aborto y las maternidades y las disidencias sexuales de antaño, y también la tienen cuando evidencian esa verdad generacional frustrante que reconocemos todos los nacidos en los 90, hijos de la crisis del 2008 y malabaristas profesionales, obligados a tantearnos entre el paro y la precariedad, igual que la Ana Iris: la ansiedad por un futuro incierto que roza el 30% de desempleo juvenil.
 

Feria CC
Los abuelos de Ana Iris Simón eran feriantes, algo que ella ocultó durante mucho tiempo por vergüenza. / CC

Pero de todo eso no es de lo que la Ana Iris tiene envidia. En Feria ella habla de cuando se dormía agarrada a su abuela María Solo en una caseta de 2x10 metros cuadrados y meaba en una palangana y olía mucho a Nenuco porque su abuela la peinaba con Nenuco y no con agua. O de cuando su abuelo le cocinaba gachas, o cuando no pudo ir a la boda de sus padres ni ver el vestido con hombreras y encajes de su madre, la Ana Mari, porque todavía no había nacido y “más de una vez les reproché que no me hubieran esperado, que me hubieran excluido de algo tan importante”. La Ana Iris echa de menos ese costumbrismo bucólico personal que repudió durante muchos años, primero en el colegio y después cuando se mudó a Madrid, porque no quería ser tachada ni de quinqui ni de cateta y fingía haber veraneado en lugares en los que nunca había estado, y empezó a valorar más a los suyos y al territorio que la había visto crecer. Echa de menos también, en realidad, lo que todos cuando nos hacemos mayores y tenemos demasiadas responsabilidades y poco tiempo: disfrutar de los momentos y los espacios y las personas que ya nunca más volverán.

Se le ha reprochado a la Ana Iris que es una neofascista porque elogia que en los noventa sus padres pudieron comprarse una casa y un coche y tener un par de críos, como si esto supusiera también defender el machismo y la homofobia del postfranquismo

También se le ha reprochado a la Ana Iris que es una neofascista porque elogia a la familia y que en los noventa sus padres pudieron comprarse una casa y un coche y tener un par de críos, como si esto supusiera también defender el machismo y la homofobia del postfranquismo, como si querer una hipoteca – o la posibilidad siquiera de tenerla – fuera echar de menos que a las personas transexuales se les dieran palizas en los parques públicos y se la ha demonizado por explicar que la Ana Iris niña fue feliz en una época donde olía a cerrado. Como si pensar en los noventa excluyera lo bueno que vivimos de pequeños, las canciones de Estopa y las Spice Girls, los ratitos jugando en la terraza, las croquetas de la iaia, las barbies y las cocinitas y todos esos juegos sexistas que solo ahora sabemos que lo son porque entonces no habíamos soplado ni diez velas y teníamos mucho cuento y poca conciencia. “Tener nostalgia en sí no es malo, eso es que te han pasado coses buenas y las echas de menos”, que decía Caye, la prostituta a la que daba vida una jovencísima Candela Peña en Princesas y que confesaba, ahí con la mirada perdida sentada en un bar, que el peor sentimiento es no tener nostalgia de nada, “porque nunca me ha pasado nada tan bueno como para poder echarlo de menos… eso sí que es una putada”.

Pensar en la nostalgia solo como algo inherente a la ranciedad o a la involución es tan ridículo e ingenuo como creer que ahora somos más libres y menos rebaño, como si hubiésemos elegido por gusto trabajar lavando platos en Londres o vivir de alquiler y no por un mercado neoliberal agresivo que nos empuja a gastarnos alrededor de un 40% de nuestro sueldo en la vivienda que compró otro cuando España iba bien. El mismo perro con distinto collar porque eso es lo que tienen las opresiones de este sistema corrupto: que se adaptan. Eso también lo dice la escritora en su libro: “Nos han hecho creer que saber dónde estaremos mañana es una imposición con la que menos mal que hemos roto, que la emigración y la inmigración son oportunidades para aprender nuevas culturas y para convertir el mundo en un crisol de lenguas y colores en lugar de una putada, y que compartir piso es una experiencia de vida en lugar de, llegada una edad, un detalle denigrante que da vergüenza confesar”. Romantizar el precariado es caer en las redes del capitalismo, pero alzando la bandera de la libre elección en lugar de la tradicionalista. Y creer que hemos invertido el yugo de la presión social para conquistar nuestro libre albedrío también es peligroso.

Pensar en la nostalgia como algo inherente a la ranciedad o a la involución es tan ridículo e ingenuo como creer que ahora somos más libres y menos rebaño

Cuando hablo con personas de mi generación hay unos parámetros en los que todos estamos de acuerdo, como la dificultad y la incertidumbre, pero también otras experiencias personales que nos diferencian. Algunos ganan más de 40.000 al año con 14 pagas, un sueldo que para otros son más de dos años de trabajo. Otros han elegido tener hijos – los que viran hacia los 40.000 euros, claro -, aunque no todos: también hay algunos para los que la precariedad no ha sido un impedimento y han elegido rebasar las condiciones pésimas de los millennials y formar una familia. Quienes viven de la vendimia en camiones y los que se fueron del pueblo huyendo de los cotillas. Pero todos pertenecemos a una quinta en la que cualquier decisión en cualquier dirección es sensible a ser juzgada, como la de la Ana Iris de explicar que le daba envidia la vida que tenían sus padres a su edad, y sentimos con angustia que todo lo que hacemos está mal porque escuchamos más lo que se valida en Twitter que lo que queremos en realidad y pensamos más hacia fuera que hacia dentro.
 

Neorrancios vs feriaLa gran mayoría de los artículos de Neorrancios hacen referencia a pasajes o ideas que hay en Feria para configurar su discurso. / Laia Hinojosa

Lo que se dice en Neorrancios es tan de verdad que duele, porque duelen las desigualdades y el auge de la extrema derecha y la certeza de las vallas y los desahucios y saber que las ideas fascistas no solo están en la extrema derecha, y eso asusta, porque hay mucha verdad en eso. “Frente a la inseguridad laboral, la asfixia económica, la emergencia climática, la auto exposición digital, la crisis habitacional o el cuestionamiento de las jerarquías de poder tradicionales, especialmente por parte del movimiento feminista y LGTBI+, se reivindica un modelo de felicidad familiar que sublima las deficiencias del presente, aplicando una mirada conservadora hacia un pasado idealizado: estabilidad económica, vivienda en propiedad, roles de género bien definidos, seguridad laboral, convicción religiosa, esencialismo biológico y defensa de la soberanía nacional”, explica Eudald Espluga, uno de los autores, y no se le puede replicar que esa es la ideología que ha propiciado el aumento de los fachas en las instituciones.

Pero yo no he leído así a la Ana Iris, ni creo que sea una falangista ni que por asomo esté de acuerdo con esos líderes casposos: elogia la simpleza de esa sociedad rural de la España vaciada donde se crió sin huellas digitales ni gentrificación, con esa superficialidad de quien no anda angustiado por la dictadura de la inmediatez. Cuando el único chivo expiatorio es Feria y no hay más ejemplos que ilustren esa teoría neorrancia, los argumentos se convierten en una verdad a medias, sesgada: da la sensación que se criminaliza la elección de vida de la autora, legítimamente contraria, quizás, a la de sus autores, y que para ello estos se apoyan en que Santiago Abascal se subió al atril de Congreso con un ejemplar de libro de la Ana Iris Simón en sus manos. Y es igual de populista que Vox la convierta en su biblia como que la izquierda progre lo convierta en su cruz.