Recuerdo la primera vez que sentí que se me trataba diferente por ser una redactora mujer. No diré por culpa de quién ni qué pasó ni especificaré detalles ásperos: es evidente que no quiero represalias o réplicas o que mañana se me puedan llenar las orejas de excusas y encima me tenga que sentir juzgada. Así estamos: no nos atrevemos a decir los nombres y apellidos que nos mandan al agujero vacío del descrédito. Pero estaba explicando que me acuerdo perfectamente de ese primer instante en que me sentí pequeña y tonta y cabreada y absurda por ser una redactora mujer y fue porque pasados unos segundos del mal trago recibí un whatsapp de la compañera de enfrente, que estaba mirándolo todo de reojo y disimulando bastante mal tras la pantalla de su ordenador. Tía, ¿estás bien?

Las mujeres con las que trabajo y yo hablamos el idioma de la contención y el sosiego fingido. Es el que se aprende abriendo mucho los párpados, como si nos hubiera entrado algo dentro, y manteniendo la pupila quieta, casi fija, mientras se afina el tímpano en señal de socorro y tragamos saliva. Practicamos mucho, la verdad, porque raro es el día que no percibimos que algunos saben más que nosotras porque somos más niñas y más inocentes, un poco más cortas para opinar sobre cosas importantes. Así que hemos aprendido nuestro propio lenguaje a base de golpes y zancadillas y codazos y voces fuertes que traspasan el aire: como las valientes.

Las pisadas se notan rápido, y cómo sabemos que es porque tenemos tetas me lo han preguntado muchas veces y yo siempre respondo lo mismo: que eso simplemente se sabe. El paternalismo es tan imperceptible pero tan ruidoso todo el rato, tan indigerible que erosiona la autoestima, igual que un mal de amores quinceañero, pero mucho peor. La sintomatología es un hormigueo tembloroso en la boca del estómago que te sube por la garganta, como una bola de fuego, y tienes tanto malestar y tantas ganas de vomitar que temes con todas tus fuerzas que alguien vaya a notar como te encoges en el asiento. Antes que eso pase, solemos bajar a la calle de la llorería y buscamos un rinconcito donde calmarnos. La mayoría de las veces los hombres con los que trabajo ni se enteran y ese también es el problema.

Las pisadas se notan rápido, y cómo sabemos que es porque tenemos tetas me lo han preguntado muchas veces y yo siempre respondo lo mismo: que eso simplemente se sabe

Las mujeres con las que trabajo y yo sobrevivimos a la gota china testosterónica porque buscamos momentos de desahogo en los que nos permitimos no aguantar el tipo y gestionar la ansiedad. A veces solo unos breves segundos en los que decimos basta, estamos hartas, ya no podemos. Y cuando eso pasa siempre hay alguna de nosotras buscando la mirada de la otra para reivindicar un no estás sola, te entiendo, luego hablamos. Así nos hacemos fuertes y pasamos otra jornada. Cuántas veces hemos compartido sororidad y escenas de cabezas reposadas en el hombro agotadas ya de soportar el atrezzo. En cuántas ocasiones repetidas hemos reconvertido el harén en asamblea y allí, recogiditas en el comedor o en el baño, nos hemos abrazado fuerte para ahogar la rabia y hemos terminado caricaturizando la escena y riéndonos a carcajadas.

No todas somos amigas, algunas probablemente ni nos caemos bien o no hemos hablado nunca. Sin embargo, las veintinueve hemos vivido un abuso en la discoteca, el miedo a ir solas por una calle oscura y el lastre del síndrome de la impostora alguna vez, así que igual no hace falta validar nuestro apoyo unánime con cervezas de colegueo: somos las que hemos tenido pánico a la página en blanco después de escuchar que otros eran mejores y las que hemos agachado la cabeza sin querer, a regañadientes, para salir indemnes de la nube tóxica de la masculinidad frágil, y eso siempre nos pondrá en el mismo lado de la balanza. Ahora las miro y pienso en ellas como las protagonistas de La puerta violeta y del Run the World, las madres y las hijas del Ay, mamá, nasty girls fantásticas: tipas que siempre intentan hacerlo lo mejor que pueden. Gracias, suerte de vosotras.