Cuando éramos más jóvenes (de edad que no de espíritu), había una pregunta más o menos frecuente entre los aficionados al pop y el rock: ¿tú eres más de los sesenta o los setenta? Yo, por ejemplo, siempre lo tuve claro: me fascinaban los setenta. Esa década, para mí, representaba la eclosión del rock, con bandas que marcaron el devenir de un género mesiánico y excesivo. Nombres, claro está, hay muchos, que cada cual elija el que se ajuste más a sus gustos. Cierto es que los cincuenta vieron nacer el rock'n'roll, los sesenta tuvo el impacto de los Beatles y la generación Motown y, en los setenta, el rock con músculo llevó al punk a erigirse en contrapunto para todos esos dinosaurios. Por estos lares y en ese periodo, sucedió algo similar, la época yeyé había quedado atrás, y el rock tomó su camino como luz y espejo para aquellos jóvenes que albergaban la esperanza de labrarse un futuro.

De hecho, hubo un movimiento muy potente de rock andaluz (y que a veces se fusionaba con el flamenco) y esa corriente con sonidos arábigos que conquistó el corazón de soñadores y nostálgicos. Ejemplos, hubo muchos, desde Smash hasta Triana. Por ahí, y sin necesidad  de verse metido en ninguna ola musical, apareció el granadino Miguel Ríos (antes Mike Ríos). Y, justamente, en la década de los setenta fue cuando él coleccionó esas canciones inmortales que le han acompañado hasta el día de hoy. Claro que, la frontera la marca el mítico Rock & Ríos de 1982, en época de Transición y con innumerables cambios en un país necesitado de estímulos. Y qué mayor emoción que esa música que nació con Chuck Berry y que después popularizó Elvis Presley. Ahora, un estilo denostado por gran parte de los adolescentes; su rebeldía la canalizan por otras vías y con otros hábitos. Es más, en el publicitado documental Esta Ambición Desmedida hay un momento en que C. Tangana discute con parte de su equipo la duración de sus conciertos: él lo quiere dejar en una hora y veinticinco minutos, aduciendo un argumento cuanto menos curioso: para hacer una hora y tres cuarto tienes que ser los Rolling Stones.

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Foto:  Adrián Quiroga 

Y por qué no, ¿citar a Miguel Ríos? Él se calza dos horas y cuarto (con treinta y una canciones) a sus 79 años. Entonces, ¿los jóvenes de hoy en día tienen en cuenta al creador de canciones como Santa Lucia? A tenor de lo visto, parece que no. Aunque sobre un escenario, Miguel Ríos se peina y tumba a cualquiera (es un gran seguidor del boxeo). Por tanto, en aquel concierto en Madrid de un mes de marzo de 1982 en el Palacio de los Deportes, y tras ese huracanado Bienvenidos, dejó esta frase para la historia: “Os invitamos a dar un paseo entre la utopía y la realidad”. Y ahí andamos aún, calle arriba y calle abajo dilucidando qué nos conviene más, si lo utópico o lo real. Mientras, él sigue intentando aclarar la cuestión. Dando cuenta de una gira que inició el año pasado para conmemorar esos cuarenta años del disco y a la que ha dado continuidad, con parada en Barcelona —con 7.500 personas en el Palau Sant Jordi—.

Si en Francia tienen a Johnny Hallyday y los americanos a Springsteen, aquí le debemos todo a ese señor que aún bebe los vientos por su querida Alpujarra

Tras unos años de semi retiro, aprovechando la efeméride le volvió el gusanillo: ya saben, los viejos roqueros nunca mueren. El concierto empieza como preveíamos: con un Bienvenidos (que acabó siendo un Benvinguts) que te coge pillando la posición y a Miguel Ríos calentando la voz. Ya a continuación, esa psicodelia tan de época, el discurso de antes adaptado al de ahora: lo moderno en batalla con lo más antiguo. Pero la sensación es que lo que propuso en 1982 sigue tan vivo y muy vigente. En Generación Límite hay imágenes en la pantalla, es un viaje a la memoria: la visita del Papa, Naranjito, el no a la guerra, ese pebetero de las Olimpiadas que teníamos a pocos metros. Lleva una banda con músicos de un grandísimo nivel (de Rock & Ríos permanece John Parsons), con dos baterías, un teclista que combina clase y energía (el catalán Luis Prado) y José Nortes que, como fiel escudero, sostiene el concierto con su afilada guitarra.

No obstante, la clave del éxito de la velada es la envidiable buena forma de Ríos; dinámico, cercano, con un gran sentido del humor, muy natural en el trato con su público (“una vez se paga una entrada ya sois mecenas del artista”) y con eso que ni se compra ni se vende (y mucho menos alquilar), el carisma. Como es habitual en esta gira, hubo invitados: un Gerard Quintana motivadísimo, un Coque Malla que parece que pasaba por ahí, Joana Amaro en el papel de “reina de la noche” y el entrañable reencuentro con Leslie de Los Sírex para cantar juntos Rocanrol bumerang. Además, un coro que brilló en Himno de la alegría, oportunidad que Miguel aprovechó para criticar los conflictos políticos que acaban en masacre: “Yo estoy con Palestina y con Ucrania”.

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Foto: Adrián Quiroga

Lógicamente, cayeron sus clásicos, la simpática El blues del autobús, la belleza en ese estribillo de Santa Lucia, el hard-rock de Banzai (con esa electricidad y el juego de palmas entiendes porqué tantos se engancharon a su música) y, sobre todo, la luz hipnótica de Al-Andalus y ese mosaico nazarí a caballo del rock progresivo. En un momento dado, le da la vuelta a la chaqueta y aparecen calaveras que representan a sus héroes caídos. Curiosamente, la primera a la que cita es a Big Mama Thornton, una referencia menos obvia que habla muy bien de su bagaje. Y como truco hábil para agrupar canciones propias y algún homenaje, un medley con nueve canciones en que caben piezas de Burning, Tequila o Leño. Con Lua, lua, lua y tras más de dos horas de sesión, el personal ya baila ese rock'n'roll sin prejuicios y los hijos que acompañan a sus padres (esta vez es al contrario) les miran con esa dulce y bondadosa complicidad. Si en Francia tienen a Johnny Hallyday y los americanos a Springsteen, aquí le debemos todo a ese señor que aún bebe los vientos por su querida Alpujarra.