Un inicio de color negro y un punto final marcado por los besos: los que podemos darnos, los que nos da miedo dar y los que ya no podremos dar nunca más. Ver L'Oreneta es ponerse delante del espejo, reconocer la propia culpa y digerir la absolución. Una travesía hacia el egoísmo incómodo que llevamos dentro, un pilar de amor y luto construido con madera que es vulnerable de ser zampado por las termitas de la intolerancia. Hace cinco años que Guillem Clua estrenó la obra en Londres. La escribió acongojado por la matanza de Orlando del 2016, la masacre contra un club gay en la que murieron una cincuentena de personas y que se convirtió en símbolo del dolor LGTBI. Después de pasar por Madrid con Carmen Maura, ahora Josep Maria Mestres dirige por primera vez en catalán esta propuesta magnífica que pone en entredicho los valores humanos que creemos tener y las incongruencias que nos empeñamos en esconder por terror al rechazo.

Un joven de treinta y pocos quiere dar clases de canto con una profesora en particular. Le explica que necesita prepararse una canción, L'Oreneta, para cantarla en una ceremonia en recuerdo de su madre muerta. Parece que no se conocen y que son dos desconocidos que coinciden en un mismo punto. Pero irán atando cabos. Y poco a poco, con la sintonía escandalosa de los reproches y los silencios, descubrirán que nada es lo que parece y que lo que reconocían como propio es una nubosa incierta que duele demasiado. Todo pasa en un mismo espacio y en una misma escena, un paralelismo de cualquier situación cotidiana que no pierde la tensión narrativa ni cuando la absurdidad de los nervios saca la cabeza. Y la historia se va desnudando, como una cebolla, hasta llegar al corazón de todo.
 

emma vilarasau dafnis balduz golondrina villarroelEmma Vilarasau y Dafnis Balduz interpretan la primera versión catalana de la obra de Guillem Clua. / David Ruano

Un piano, álbumes de fotos, un retrato enmarcado, una biblioteca y Sonetos del amor oscuro, una recopilación de sonetos que escribió Federico García Lorca. Son los testigos materiales de lo que pasó y de lo que vendrá, como una premonición perturbadora. A Lorca lo mató el fascismo y lo enterró la ignorancia. Seguramente hacía un bochorno horroroso, calor de agosto, cuando le dispararon. Y mientras el tiro cerraba los ojos del poeta para siempre, alguien se pelaba un kiwi en algún lado. Porque terror y normalidad no son excluyentes. Nuestra vida corriente pasa en el mismo momento que se perpetran los peores crímenes éticos y físicos, muchos de ellos evitables, como un juego de blancos y negros a dos bandas que desdoblan la humanidad. El escenario central es el paréntesis que pone cara a cara a las diferentes posturas, las rivalidades morales que hacen del mundo un lugar peor.

Imposible no creerse a Emma Vilarasau. La contención de su personaje, momentáneamente eclipsado por la impulsividad violenta de una mujer rota, funciona como un reloj suizo. La acompaña Dafnis Balduz, que cumple perfectamente su rol de poner las cartas sobre la mesa. Es fácil empatizar con los dos: incluso cuando hay posturas indefendibles, la obra reproduce un choque simultáneo de verdades contradictorias duras de analizar. Se provoca que uno salga del teatro totalmente desorientado. Es un clímax emocional que esconde respuestas políticas y muchas preguntas personales. Hay que verla con la mente abierta y la voluntad expresa de hacer autocrítica y reflexión sobre el pasado y el futuro.