Ni Netflix, ni Amazon Prime, ni HBO. La mejor película que puedes mirar en una noche como la de hoy, si es que quieres dedicar una noche de agosto al inefable placer de ver buen cine, no la encontrarás en ninguna de estas plataformas de pago, sino en una plataforma gratuita: la de Radio Televisión Española, que al igual que la plataforma TV3 A la carta, tiene un catálogo en el cual hay joyas a menudo demasiado poco reivindicadas. Una de ellas es La novia, de la directora Paula Ortiz, un majestuoso film que estuvo nominado en todas las categorías posibles de los Goya 2016 y que, a pesar de haber ganado finalmente sólo dos, sigue siendo una de las mejores películas españolas de la última década. Además, mirarla un día como hoy es especial, ya que justamente hoy hace ochenta y cinco años que los fascistas sublevados contra la II República asesinaron, por republicano y por homosexual, a su guionista: Federico García Lorca.

Una tragedia griega basada en hechos reales

Unos cuantos años antes que los defensores de la patria nacional decidieran matar al mayor escritor español del primer tercio del siglo veinte, Federico García Lorca había leído una noticia en el diario que le había llamado radicalmente la atención. Eran los tiempos en que vivía en la Residencia de Estudiantes de Madrid, cuando compartía sueños, proyectos y pasiones con Salvador Dalí, cuando pasaba veranos en Cadaqués o cuando hacía dedicatorias a amigos catalanes escribiendo Visca Catalunya Lliure. El verano de 1928, en Níjar (Almería), un triángulo amoroso de alto voltaje sentimental había acabado con el asesinato mutuo de dos hombres ante la mujer que amaban. Lorca, al leerlo en la prensa, percibió en esta triste historia todos los elementos propios de su teatro: el costumbrismo y la universalidad de los hechos, la fusión de lo que es antiguo con lo que es moderno o la pasión y los celos. Un cóctel explosivo que reclamaba ser escrito. En definitiva, una tragedia cotidiana con todos los elementos de una tragedia griega y que el autor granadino bautizaría con el nombre Bodas de sangre.

García Lorca con alpargatas, en Cadaqués el verano de 1927. Archivo de la Fundación Federico García Lorca. Centro García Lorca. Granada
García Lorca en Cadaqués, el año 1927, con alpargatas. (Fundación García Lorca)

Si para Lorca la vieja vida mediterránea del sur de España era casi idéntica a la que había originado la civilización griega, donde lo que es sagrado y lo que es pagano conviven con la misma fuerza mitológica, para Paula Ortiz las localizaciones lorquianas en las cuales sucedían los hechos también tenían que transmitir esta aura ancestral y antiquísima, pero a la vez profundamente arraigada a la tierra, ya que uno de los grandes leimotivs de la obra es precisamente este: que la culpa es de la tierra. Ver La novia es adentrarse de manera cien por cien verosímil en casas que son cuevas, iglesias que son conventos destruidos y paisajes que son desiertos yermos, ya que como pasa con Bodas de sangre, en La novia toda la escenografía es también un personaje más del film, al igual que lo es la luna, la sangre, el viento, el fuego o la lluvia. Sabemos que la historia transcurre a mediados del siglo XX porque vemos coches que nos remiten a aquella época, pero si no fuera por eso, la universalidad del argumento podría ser del siglo XVII, del siglo IV o de centenares de años antes de Cristo, ya que las historias trágicas de amor entre familias enemistadas por un palmo del suelo son más antiguas que el ir a pie.

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Una secuencia de La novia, la del momento de la boda.

De Margarida Xirgu a Inma Cuesta

Dos años después de la muerte de Lorca, en plena Guerra Civil, el director argentino Edmundo Guiborg hizo la primera adaptación cinematográfica de Bodas de sangre, que contó con Margarida Xirgu como protagonista en el papel de la novia. La diva de Molins de Rei, musa lorquiana por excelencia, tiene en Inma Cuesta una dignísima sucesora en La novia, donde la actriz valenciana consigue transmitir en todo momento la tensión narrativa claustrofóbica de la trama, convirtiéndose en la cara humana y terrenal de un universo mágico, lleno de símbolos lorquianos y elementos como el caballo, los colores o el vidrio que cobran vida propia. Al lado de la novia, Asier Etxeandía y Alex García en los papeles del marido y del amante respectivamente conforman el triángulo amoroso donde constantemente el bien lucha contra el mal, el juicio se enfrenta al arrebato, la responsabilidad batalla contra el deseo y, en definitiva, el verbo deber juega su particular guerra con el verbo querer. Aunque la película de Paula Ortiz sea una adaptación del texto de Lorca, el film mantiene la estructura dramatúrgica de Bodas de sangre, por eso su clímax también es el instante bélico de la lucha entre los dos aspirantes al amor de la novia, absolutamente fascinante, poético y trágico.

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Alex García en el papel de Leonardo e Inma Cuesta, la novia, en una escena del baile final.

Sólo por esta escena ya vale la pena que esta noche abras el ordenador, busques La novia en Google, prepares un par de tumbonas en la terraza o en el jardín y, ahora que ya ha refrescado un poco, te dejes seducir por Lorca. O mejor dicho, por Ortiz. O por Inma Cuesta. O por la decena de canciones populares escritas por Lorca, intercaladas en la trama y que en La novia danzan maravillosamente bien con el resto del texto, conjugando teatro popular con teatro culto, alegría con tristeza, arte con artesanía y magia con realidad. En resumen, amor con muerte: dos hombres de familias enfrentadas, de tierras en conflicto y de pasado común con un puñal en la mano luchando cuerpo a cuerpo por amor. A cámara lenta. En medio del bosque. Entre árboles, pájaros y el agua de un arroyo. Con la voz de Pachi García cantando el Pequeño vals vienés lorquiano de Leonard Cohen en una escena de dos minutos tan absolutamente magnética que, durante ciento veinte segundos, te parecerá poder abrazar la catarsis con la punta de los dedos, como si el puñal de la belleza se te clavara a ti y te hiriera de aquella poesía que permite sentir el mundo, en vez de verlo, ya que sólo poéticamente es posible vivirlo. Exactamente cómo habría querido Federico García Lorca, el genio que hace ochenta y cinco años murió sin dejar de morir nunca.