En 1993, hace ya 32 años, Steven Spielberg alcanzó la cima y se quedó en ella para siempre. Lo que probablemente es el director vivo más importante de la historia del cine encadenó los rodajes y estrenos de Parque Jurásico y La lista de Schindler, dos películas que, cada una a su manera y con armas muy distintas, señalaban al cineasta como el talento más relevante de Hollywood. Centrándonos en su fábula sobre la resurrección de bestias prehistóricas, Spielberg construyó una película de aventuras y de terror tan bien hecha, con tantas secuencias icónicas y con un sentido del ritmo, la narrativa y el susto tan visionario, que aún hoy conserva toda su capacidad para dejarnos boquiabiertos y con los ojos como platos. Es lo que tienen las obras que perduran: ni el paso del tiempo ni mil secuelas, o directamente imitaciones, consiguen hacernos olvidar el impacto de dos braquiosaurios paseando por una colina mientras comen hojas de un árbol. O el miedo genuino de dos niños escondidos entre los muebles de una cocina intentando no ser devorados por velocirraptores hambrientos.

Spielberg construyó una película de aventuras y de terror tan bien hecha, con tantas secuencias icónicas y con un sentido del ritmo, la narrativa y el susto tan visionario, que aún hoy conserva toda su capacidad para dejarnos boquiabiertos y con los ojos como platos

Más allá de proponernos una experiencia visual y emocional que no se parecía a ninguna otra, Parque Jurásico también ofrecía una lúcida reflexión sobre el alcance de la ambición y la estupidez humanas, sobre los riesgos de jugar a ser Dios y sobre la incapacidad del hombre para controlar sus propias creaciones. Quién sabe si el cineasta no intuyó ya entonces que su película sería un bombazo. Y que Universal, transmutada en un John Hammond mucho menos ingenuo y mucho más codicioso, dedicaría las siguientes décadas a estirar el chicle sin muchos escrúpulos. Aquí no tenemos pruebas, pero tampoco dudas, porque la inteligencia de Spielberg está fuera de toda discusión. Dos secuelas directas y una trilogía posterior con nuevos personajes (a la que pertenecía Jurassic World: El reino caído, la notable y oscura visión de nuestro J.A. Bayona de este universo) nos confirman que el retorno económico del experimento genético era, efectivamente, enorme. Pero también que los dinosaurios de ficción se habían descontrolado. Nadie con dos dedos de frente pensó nunca que ninguna de las secuelas estaría a la altura del original, eso es un hecho. Pero tampoco nadie pensó nunca que Universal cerraría el grifo jurásico de dólares.

Por tierra, mar y aire

Así que esta nueva entrega de la franquicia sabe perfectamente en qué liga juega: quiere reinar entre los blockbusters veraniegos, y en ese sentido, la jugada funciona. Dirigida por un Gareth Edwards que ya demostró con Godzilla (2014) saber manejar fastuosas peripecias protagonizadas por monstruos, Jurassic World: El renacer no tiene otra intención que ofrecer un espectáculo que nos apague el cerebro y nos abra el estómago, no sea que las palomitas dejen de venderse. No se le caen los anillos por apostar por el cine de evasión puro, encefalograma plano, ruido y fórmula aplicada sin coartadas. Entre los aciertos de la película, el contexto narrativo no deja de tener su gracia: el mundo ha olvidado que alguna vez sintió admiración por aquellos animales prehistóricos resucitados. Se ha aburrido, como nos pasa constantemente en esta sociedad nuestra, sobresaturada de estímulos. En la ficción que nos ocupa, los dinosaurios no hacen más que irritar a los conductores cuando provocan atascos en las calles de Nueva York. Una nada disimulada metáfora de lo que muchos sintieron con Jurassic World: Dominion (2022): ¡ya basta! Ahora bien, los ejecutivos de Hollywood son exactamente iguales que los de la poderosa farmacéutica que, en esta nueva película, imaginan ganar billones con un medicamento que debe acabar con las cardiopatías y que solo puede fabricarse consiguiendo la sangre y el ADN de tres bestias: el terrestre Titanosaurio, el aéreo Quetzalcoatlus y el acuático Mosasaurio.

Hoy llega a las salas de cine Jurassic World: El renacer

Jurassic World: El renacer no tiene ninguna otra voluntad que ofrecer un espectáculo que nos apague el cerebro y nos abra el estómago, no fuera que las palomitas se dejaran de vender

Con una estructura claramente de videojuego, hay tres pantallas que superar en la misión que afronta el equipo encabezado por dos mercenarios y un científico: Scarlett Johansson, Mahershala Ali y Jonathan Bailey (el de Wicked y Los Bridgerton), tan motivados como puede conseguir un cheque con muchos ceros. Todos ellos, junto a un puñado de compañeros totalmente prescindibles que parecen llevar una etiqueta en la frente que dice "cómeme", se plantan en la zona donde se han concentrado las bestias realmente peligrosas y mortales, producto de un programa destinado a cruzar especies que no logró otra cosa que fabricar horrendas mutaciones: lo que decíamos de la ambición y la estupidez humanas. Un grupo de islas situadas en las regiones ecuatoriales, las únicas que conservan condiciones de vida parecidas a las que conocieron cuando dominaban el planeta (Hollywood lavándose la conciencia con un mensaje ecológico sobre el cambio climático), son el hábitat de las criaturas con el ADN codiciado. Una zona de acceso prohibido para los humanos, salvo que sean mercenarios fuera de la ley o una despistada familia que hace una ruta en velero por aguas que ningún guía recomendaría.

Los monstruos dan miedo cuando no los ves

En las dos horas de montaña rusa trepidante que propone Jurassic World: El renacer, hay momentos que funcionan como un reloj. Y los mejores llegan en el agua: primero cuando los mosasaurios atacan el barco de los protagonistas, y el cerebro nos lleva, salvando las distancias, al Tiburón de Spielberg. Y luego cuando un T-Rex se divierte con una barca hinchable (y sí, los spielberguianos recordamos el descenso por un río salvaje de Indiana Jones, antes de visitar el Templo Maldito). En medio de su particular parque de atracciones visual, Gareth Edwards guiña el ojo a las películas de monstruos y aventuras de toda la vida, al King Kong (1933) de Fay Wray y a Hace un millón de años (1966) de Ray Harryhausen. Obviamente, también a las dos primeras Jurassic Park, las dirigidas por el maestro Spielberg. Y hasta se atreve con un autorreferente homenaje a su Monsters (2010), cuando dos titanosaurios hacen su ritual de apareamiento ante la cámara (o el ordenador).

Con una industria que ha abrazado el exceso y el descontrol, nadie espera que una superproducción como esta abrace ese menos es más que convirtió a Spielberg en un cineasta de primera

Con una industria que ha abrazado el exceso y el descontrol, nadie espera que una superproducción como esta abrace ese menos es más que convirtió a Spielberg en un cineasta de primera. Lo hizo con Tiburón y lo repitió con la primera Parque Jurásico: los monstruos dan mucho más miedo cuando se sugieren que cuando se muestran. Pero en 1993, la tecnología CGI era una novedad revolucionaria, una herramienta más que útil para hacer realidad los sueños. Hoy se abusa de ella sin freno, y todo se supedita a las imágenes generadas digitalmente. No podemos pedir alma ni magia a una máquina, pero sí capacidad de entretenimiento, y en eso Jurassic World: El renacer no falla.