No hay cosa más natural que ver partir a los padres y, sin embargo, no hay nada más terrorífico que asimilar que un día levantarás el teléfono para preguntar las instrucciones de una tarea banal y no habrá nadie al otro lado. Empezamos a morir el día que nacemos, dice muchas veces el mío, a sabiendas que llevo mal lo de que un día yo traspase, tú traspases, él traspase. Hace solo unos días también dijo en plena sobremesa que no sabía explicarlo pero que cada vez se sentía más cerca de la muerte. Nos damos cuenta que crecemos cuando vemos a los que queremos hacer cosas que antes no hacían, detalles imperceptibles a veces, como ajustarse las gafas antes de revisar el periódico o acariciarse levemente las dorsales tras un movimiento brusco. Se lo dijo mientras se ponía en pie la escritora Doris Lessing a Rosa Montero en una entrevista para El País que la periodista recoge en el libro El peligro de estar cuerda (Seix Barral, 2022): “Esto es la vejez, ¿se da cuenta? La vejez es esta dificultad para levantarse”.
La vejez también es, añadiría yo, ser un niño para siempre. Díganme si no por qué en las horas más bajas de la decadencia uno se imagina acurrucado en los brazos creadores y recuerda el vaso de leche que su madre le preparaba antes de dormir. Nuestra mente está programada para quedarse estancada e inerte en un punto exacto de la memoria, aferrada a lo que fuimos. Forever young, que se dice, porque de puertas adentro eso es exactamente lo que seguimos siendo, una conciencia que no se arruga y que solo se engorda de experiencia. Estoy segura de que aquellos que adoptan actitudes más seniles lo hacen obligados por un entorno y un sistema hostil que les estigmatiza, y su subconsciente se anestesia para cumplir con lo que el sistema espera de ellos. Así que, siguiendo mi teoría, al final todos acabaríamos muriendo a la edad que más felices nos ha hecho vivir.

Pero todo cambia cuando ese niño de zapatillas aterciopeladas y pijama de rayas es tu padre. Esa radiografía del anciano libre con un mundo interior siempre jovenzuelo, que desayuna con la satisfacción de sobrevivir eternamente a los estragos del tiempo, se difumina cuando el pequeño, el adolescente entusiasta, ese crío jovial pero inmaduro, es el que te ha dado su apellido. Adoramos al padre como una imagen casi heroica, impenetrable, fuerte y valiente hasta los cimientos. Tenemos tan clara esa retórica que la contemplamos como algo inamovible. Yo sigo pensando automáticamente en mi padre cuando la cisterna se atasca o cuando tengo dudas sobre cómo se monta un mueble. Si un día me da la paranoia y me imagino un ratón en la cocina, solo veo a mi padre con ese temple suyo tan característico agarrando la escoba y clavando un golpe seco al suelo. O si me asusta la vida, o si no me aclaro con las facturas, o si me da vértigo hacerme valer en el trabajo. Siempre me viene a la mente mi padre, como un mantra.
El día que te das cuenta que tu padre se va a morir se te hiela la sangre y tu cuerpo se bloquea, se queda sin aire, con esa sensación de ahogo que solo produce la velocidad de una montaña rusa. Y después, todo camina hacia adelante; te arremangas y sigues
Decía que toda persona mayor es un niño eterno y todo niño necesita de un cuidador. Y cuidar a la mano que te ha dado de comer es, probablemente, una de las paradojas más intensas del mundo. Por eso el día que te das cuenta que tu padre se va a morir se te hiela la sangre y tu cuerpo se bloquea, se queda sin aire, con esa sensación de ahogo que solo produce la velocidad de una montaña rusa. Y después, todo camina hacia adelante. Te arremangas y sigues. Porque el día que te das cuenta que algún día tu padre se irá, que cada vez queda menos, los pájaros siguen cantando, y los taxistas continúan manifestándose por sus derechos, y la violencia machista sigue asesinando indiscriminadamente a las mujeres, y aunque tu estés rota por dentro, fuera el mundo gira en el espacio infinito. Es lo que te enseña la obra de teatro de teatro El pare, dirigida por Josep Maria Mestres y protagonizada por un Josep Maria Pou que vive seguro de sí mismo en la realidad paralela que le permite su desmemoria mientras su hija hace lo que buenamente puede para aceptarlo. Se puede ver en el Teatro Romea hasta el 26 de febrero. Vayan con pañuelos.