A veces resulta difícil, cuando pensamos en la vida del escritor norteamericano David Foster Wallace (1962-2008), no caer en la tentación de separarla en dos mitades. En un lado, pondríamos al hijo de clase media del Midwest, el académico exitoso, y el escritor brillante, receptor de una beca MacArthur, profesor de varias universidades y aclamado como una de las voces literarias más interesantes y geniales de su generación. En la otra, pondríamos al individuo forzado a aprender las recetas más básicas de la vida para sobrevivir, obligado a convivir con sus adicciones y el infierno de la depresión en proyectos de rehabilitación llenos de personajes que provenían de un mundo completamente ajeno al suyo. Condensándolo: es mucho más que provocador imaginarse a Wallace, cuyos padres se leían en voz alta el Ulises de Joyce antes de ir a dormir, en una reunión de alcohólicos anónimos de Massachusetts, rodeado de expresidiarios con el cuerpo lleno de tatuajes que quizás no habían oído hablar nunca del libro.

De la intersección entre estas dos mitades, estas dos existencias, es de donde nace la verdadera grandeza de su obra

La gracia es que es precisamente de la intersección entre estas dos mitades, estas dos existencias, de donde nace la verdadera grandeza de su obra. O dicho de otra manera: que los dos mundos, el de la cima del talento literario y el de los aprendizajes más básicos sobre cómo convivir con las partes más difíciles de la vida, se funden en la escritura de Wallace. El autor puso su inagotable talento al servicio de explorar aquello que hay en el núcleo de la existencia humana, yendo más allá de la ironía y del juego posmoderno de la generación previa de escritores norteamericanos, a los cuales admiraba.

Y es precisamente desde este enclave que nace L’aigua és això, el discurso que el escritor pronunció delante de los estudiantes que se graduaban en el Kenyon College de Ohio el año 2005 y que, con los años, se ha convertido en un texto emblemático. Las fascinantes lecciones del texto no solo nos iluminan, con una sencillez provocadora, las recetas para sobrevivir a la adultez, sino que también nos abren una puerta a la trayectoria y a la vida del escritor. La editorial Periscopi, que lo había publicado originalmente en el 2014 con traducción de Ferran Ràfols, reedita ahora el libro en una edición limitada con motivo del décimo aniversario del sello.

¿Y si los tópicos te salvan la vida?

Es destacable leer un autor como Foster Wallace dirigiéndose a los estudiantes con frases simples y lenguaje sencillo. L’aigua és això es un discurso corto, sintético y que va al corazón del argumento. Se desarrolla con una voluntad pedagógica elegante, como si fuera un catálogo de recetas para la vida contemporánea que se cuida, con obsesión, de no imponer nada. Es imposible haber leído la obra del autor, con sus digresiones inacabables y su escritura hiperbólica, y no sentirse impresionado tanto por la determinación de abandonar cualquier complejidad artificiosa, como por la honestidad del texto. El escritor "una poco demasiado inteligente para escribir", tal como decía Vicenç Pagès Jordà en el prólogo, habla a los alumnos sin escudos, tratándolos como los adultos que seguramente todavía no eran. Y sobre todo, les habla como alguien que está en el otro lado del trayecto de la juventud y su arrogancia, con la sabiduría de haber conocido la cara más desagradable de la existencia.

L’aigua és això es un discurso corto, sintético y que va al corazón del argumento

Por eso no resulta tan sorprendente que, lejos de tratar de maravillarlos con ideas inexploradas y radicales, Wallace escoja hablar de los lugares comunes y de la normalidad, de aquello que nos queda más cerca de la cotidianidad. "Las realidades más obvias, ubicuas e importantes a menudo son las que cuestan más de ver y sobre los cuales nos cuesta más de hablar", afirma justo empezar. La frase no es más que un 'tópico banal', como reconoce él mismo, pero aquí viene el final del argumento: los tópicos banales, en las trincheras cotidianas de la vida adulta, dice el autor, "pueden tener una importancia vital". El discurso explora algunos de estos tópicos, que veremos más adelante. Pero hay que pararnos un momento a destacar la importancia de esta inversión. La inteligencia y la brillantez siempre han ido asociados a la rebelión, a la originalidad, a la épica de los caminos inexplorados. Pero Wallace se atrevió a plantear la pregunta de '¿Y si fuera al revés?'. ¿Y si, en contra de lo que hemos creído desde hace décadas, la verdadera virtud fuera la normalidad, el heroísmo de la rutina y el tedio o de los empleosaburridos de oficina?

Las realidades más obvias, ubicuas e importantes a menudo son las que cuestan más de ver y sobre los cuales nos cuesta más de hablar

Lo hizo sobre todo reivindicando las vidas anodinas de los trabajadores de una oficina de la Hacienda americana a El rey pálido, su novela póstuma, pero también criticando los límites de la ironía a Et unibus pluram o explorando los límites del lujo y la comodidad al hilarante ensayo He ballat breument la conga. El cosquilleo de esta inversión provocadora, que toca de muy de cerca de la que plantea el ensayista Eloy Fernández Porta en Las aventuras de Genitalia y Normativa (Anagrama), recorre toda su obra y su pensamiento. L’aigua és això es también una apología normie hecha, paradójicamente, desde el espíritu más crítico. "El juicio adulto es la única forma verdadera de heroísmo disponible hoy en día", diría.

David Foster Wallace/Steve Rhodes
David Foster Wallace en una lectura publica el año 2006 /Foto: Steve Rhodes

La adicción a pensar

El discurso, sin embargo, también puede ser leído de otra manera: como una puerta de entrada al periplo vital del propio escritor, a las turbulencias de su juventud, a los aprendizajes de su lucha contra la depresión y las adicciones. Si lo hacemos desde este prisma, su valía y su interés se multiplican. Pensamos en otro de los tópicos que figuran al discurso: el de "aprender a pensar". Para Wallace, es elemental no solo saber escoger bien sobre qué temas tenemos que pensar, sino ejercer un control sobre lo que pensamos y cómo lo pensamos; estar atentos a lo que pasa más allá de nosotros y escoger la forma en que construimos la experiencia. Si no sois capaces de hacerlo en la vida adulta, dice a los estudiantes, "acabaréis absolutamente jodidos".

El discurso también puede ser leído de otra manera: como una puerta de entrada al periplo vital del propio escritor, a las turbulencias de su juventud, a los aprendizajes de su lucha contra la depresión y las adicciones

Resulta difícil no pensar, a raíz de estas palabras, en las lecciones del narrador de La broma infinita sobre el exadicto Don Gatley, uno de los protagonistas de la novela, cuando se encuentra en proceso de rehabilitación en un centro de tratamiento de las adicciones. "La enfermedad [refiriéndose a la adición] tiene su cuartel general en la cabeza", dice, "la mayoría de gente adicta a las sustancias también son adictos a pensar, en tener una relación compulsiva e insana con sus pensamientos". La experiencia de Gately replica la del propio Wallace, que también vivió en uno de estos centros, en Massachusetts, durante prácticamente un año. Tuvo que ingresar después de un intento de suicidio, cuando ya era una promesa literaria incipiente. Fue, a pesar de la dureza, un periodo clave para su obra. Tanto las cartas del periodo como La broma infinita muestran la batalla contra el ego de los internos del centro, que fue también la del escritor, forzado a aceptar y repetir las consignas del programa y a renunciar a una parte importante de su voluntad como parte del proceso de curación. "Mis mejores ideas me han llevado hasta aquí", se dicen los internos a ellos mismos. No es de extrañar, pues, que el escritor considere que la arrogancia es "un cierre mental que constituye una prisión tan absoluta que ni siquiera el prisionero sabe que está cerrado". La verdadera inteligencia, parece decir, es ser capaz de reconocer las limitaciones de ella misma, incluso cuando es una tan poderosa como la del escritor. Por eso son importantes los tópicos: hace falta, a veces, que la mente se rinda.

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Portada de la nueva edición de L'aigua és això de Periscopi

La felicidad en la cola del súper

Wallace tiene todavía más consejos al discurso. Por ejemplo, sobre cómo enfrentarse a las pequeñas frustraciones y al tedio inherente a la vida adulta. O, en otras palabras, sobre cómo encontrar cierta paz en la cola del supermercado. Agotados después de un largo día de trabajo, os encontraréis muchas veces con que tenéis que hacer una larga cola en el supermercado, acompañados de otras personas, dice a los graduados. Y es precisamente en este momento cuando podemos escoger de verdad". Nuestra disposición natural será la de sublevarnos contra la situación, de detestar a la gente que nos está impidiendo poder llegar a casa a descansar. Pero precisamente la frustración viene de la idea de que nosotros somos el centro del mundo y que sus prioridades tendrían que coincidir con las nuestras. Las historias y las vidas de estas personas que nos rodean, también esconden frustraciones e incluso experiencias mucho más dolorosas de las que vivimos nosotros. Si lo recordamos, los pequeños infiernos del consumidor, se pueden convertir en una experiencia "llena de amor, de compasión y de paz", dice el autor.

Incluso la inteligencia más desmesurada, el talento más destacable, incluso la sabiduría más refinada, conseguida con a fuerza de golpes a través de los años, en ocasiones no es suficiente para salvarnos

La libertad realmente importante comporta "disciplina, atención, conciencia y esfuerzo," recuerda Wallace, y es por eso que lo enfrenta a una parte central de la existencia, al menos la que se da bajo el capitalismo neoliberal. La define muy bien a Aunque por supuesto terminas siendo tu mismo, el libro que recoge las conversaciones con el periodista David Lipsky en 1996: "Las drogas son una especie de metáfora de la clase de continuo adictivo con qué nos relacionamos como cultura con las cosas que nos rodean"; "nos morimos para abandonarnos a cualquier cosa". El destino de Foster Wallace, que se suicidó a los 46 años, sin embargo, también nos obliga a lindarnos con una verdad difícil de digerir, una que, a la luz de las lecciones del discurso, es especialmente cruel. Incluso la inteligencia más desmesurada, el talento más destacable, incluso la sabiduría más refinada, conseguida con a fuerza de golpes a través de los años, en ocasiones no es suficiente para salvarnos. Porque al final, nos acabamos convirtiendo en aquello que somos.