Cuando Chris Isaak graba un disco, uno de sus rituales es viajar de vuelta a casa escuchando lo que ha creado. Durante ese trayecto en coche hasta llegar a casa (a ser posible de noche) hace una criba. Decide qué le gusta y, también, qué descarta. El californiano siempre ha sido un hombre meticuloso y detallista. No deja nada al azar. A pesar de ese acusado clasicismo que lo sitúa en la década de los cincuenta, Isaak ha sido un artista atrevido. El papel de entertainment que él mismo se atribuye le queda corto. Es mucho más que eso. Lo mismo se pone a disposición del excéntrico director John Waters en Los sexoadictos que presenta un programa de televisión. Una vez en escena, crea el ambiente adecuado.

Clase y seguridad

A estas alturas no le vamos a pedir que desentrañe los misterios de la Inteligencia Artificial, hay gente más joven que él dedicada a esas labores. En cambio, si podría dar alguna lección a aquellos diseñadores engreídos que se mueven por el mundo de la moda. Indudablemente, él tiene mejor gusto e inventiva que ellos (la prueba son esos pantalones con espejos). Dudo que Isaak les pida consejo: prefiere a esos sastres de toda la vida que tanto le visten a él como a esos mafiosos tan carismáticos que vimos en Los Soprano. La elegancia, como tantas otras cosas, es algo que se tiene o no se tiene. Es algo innato, como la virtud que tiene un deportista para competir o la destreza de un actor de teatro que se enfrenta cada noche a un panorama nuevo. A su modo, Chris Isaak derrocha dos cosas; mucha clase y una seguridad aplastante. Además, cuenta con un guion muy bien estudiado. En el paso de una ciudad a la otra apenas lo cambia. Cada sonrisa, cada movimiento de caderas, e incluso cada broma, están preestablecidos. Luego está la imaginación volátil de cada espectador para situarse en uno u otro lugar. Ese es el juego que propone el bueno de Chris. Nadie le rechista porque en el fondo, todos quieren jugar su partida. En el tablero hay fichas para todos. Para los que solo viven del recuerdo de ese Wicked game descubierto con Corazón salvaje, los que colocan la sombra de Elvis como único conducto para entender la propuesta del californiano o, quienes simplemente, han estudiado su obra para rompecorazones valorando cada una de sus melodías.

Chris Isaak derrocha dos cosas: mucha clase y una seguridad aplastante

El concierto de una noche de verano

El Poble Espanyol, ese lugar idílico en que los conciertos son siempre un sueño de verano, se vistió de gala para recibir a un Chris Isaak todavía en forma, pero más comedido a sus 66 años. A todo esto, la suma de una escenografía pulcra, un fondo que cambia de colores y, sobre todo, canciones propias y ajenas que hacen las delicias de los presentes. Definitivamente, ese viaje de hora y media a través de un túnel del tiempo merece la pena ser vivido. Ahora mismo, esa clase de experiencia la mejoran muy pocos. La receta que prepara Isaak es la original, es la misma del pollo frito del Coronel Sanders. American boy marca un inicio todavía frío, Somebody´s cryin´ nos recuerda cuán hermoso era un disco como Forever blue. Entre tanto, no tarda en aparecer Wicked game, un tema que aún mantiene su peso histórico. Lógicamente, y como es habitual, caen dos tomas icónicas de Roy Orbison. Tampoco falta Can´t help falling in love de su idolatrado Elvis, pero con una diferencia respecto a su última actuación en Barcelona hace doce años, en ese tránsito la versión ha perdido frescura. Isaak recupera el pulso cuando el asunto se pone más tenso con Blue hotel (momento favorito de la noche) y la serenata de San Francisco days. Por último, una adaptación un tanto atropellada de La tumba será el final de Flaco Jiménez y Baby did a bad bad thing a la que le falta la mordiente que tuvo antaño, lo cual no empaña el resultado de una noche que, no por previsible, dejó de ser estimulante. La vida sigue siendo para los soñadores.