A menudo pensamos que una palabra solo puede ser correcta o incorrecta. Y entre estos dos términos siempre hay un resquicio y siempre hay, como mínimo, un matiz. Porque cuando nos hacemos esta pregunta también nos tendríamos que preguntar qué preguntamos exactamente. Es decir: ¿preguntamos si aquella palabra o expresión se encuentra en el diccionario y, por lo tanto, si aquella palabra es normativa? ¿O, por otra parte, preguntamos si aquello que decimos está bien dicho o bien escrito? Cuando preguntamos si una palabra es correcta, en realidad, ¿pedimos la aprobación para decirla o escribirla de una forma o de otra, verdad?

Afortunadamente (o desgraciadamente) en el mundo de la corrección no todo es correcto o incorrecto. Hay palabras bien formadas que no son normativas, palabras o expresiones desaconsejables, préstamos prescindibles, palabras o expresiones inaceptables, traducciones dudosas y palabras que funcionan, pero que quizás no son recomendables en un contexto determinado. Pero quizás estas mismas palabras en otro contexto sí son aconsejables o, incluso, necesarias. Hay palabras genuinas que no son normativas, palabras foráneas que ya son del todo nuestras, palabras que no tienen un equivalente perfecto en otra lengua y expresiones que simplemente no se pueden traducir.

¿En estos contextos, qué daño hace ser incorrectos, no normativos y utilizar un registro menos formal?

La corrección no consiste en distinguir entre lo que es correcto y lo que es incorrecto, no solo es encontrar faltas de ortografía, es ser consciente en todo momento del quién, el qué, el cómo, el por qué y el dónde. No podemos distinguir el mensaje del remitente, la causa o la finalidad. ¡Ni del contexto! No podemos corregir aigagim de un cartel de Melianta y sustituirlo por acuagim o aquagym, no podemos reclamar o exigir escopinyes en vez de berberetxos en la carta de un restaurante de batalla y quizás no hace falta que escribamos quelcom por WhatsApp. Porque tenemos que tener presente en todo momento el contexto. ¿Y en estos contextos, qué daño hace ser incorrectos, no normativos y utilizar un registro menos formal?

¿Barbarie, pues? La ignorancia burda de las reglas nos ofende y nos cabrea. ¿Por qué? Porque hablar de lengua es hablar de identidad. El daño que nos puede hacer una falta de ortografía es síntoma de que la lengua nos importa, de que nos la sentimos nuestra. ¡Y eso ya es todo un éxito! Lo que quiero decir con todo esto es que entre el blanco y el negro, y entre puristas y partidarios del catanyol, también hay matices. Y que, en todo caso, nos encontramos en plena emergencia lingüística. ¡Dejémonos de cuentos! Bien, como diría aquel en RAC1: "No sé si se me interpreta."