Económicamente, el año ha acabado peor de lo que se había predicho en enero, pero mejor de lo que se vislumbraba a finales de verano. El cisne negro de la invasión de Ucrania ha generado disrupciones de suministro, encarecido los costes energéticos y de muchas materias primas y provocado un episodio notable de inflación que amenazaba con revertir la recuperación postpandemia.

Un inicio de invierno con temperaturas muy benignas, cambios en las políticas fiscales, nuevas regulaciones y controles de precios en algunos mercados han favorecido una desaceleración económica suave, propiciado la resiliencia del mercado laboral, situado los precios de los combustibles fósiles en los niveles previos al conflicto bélico y contenido la escalada de los precios de consumo. El problema persiste y los riesgos y las incertidumbres se mantienen, pero ahora sabemos que entramos en el nuevo año de pie.

El principal punto de fricción actual es saber si las autoridades monetarias se pasarán de frenada e inducirán un ajuste económico más intenso de lo previsto. Si la respuesta de los gobiernos al encadenamiento de las crisis pandémica, geoestratégica y energética ha sido contundente, no se ha quedado atrás la reacción de los bancos centrales a la hora de afrontar el proceso inflacionista. En ningún otro momento de la historia han coincidido tantas decisiones de endurecimiento monetario en tan poco tiempo.

El aumento acelerado de los tipos de interés a escala global revela tanto la preocupación del supervisor por el descontrol de precios como la dificultad para cambiar un desequilibrio que, en gran medida, tiene sus causas en la oferta productiva. Quien gobierna los bancos centrales actúa hoy más pensando en influir en las expectativas sobre la inflación futura que en conseguir una reducción significativa de los precios por la vía de la restricción de demanda. Es la consecuencia del ascendiente que tienen los mercados financieros en las decisiones de política económica, sobre todo cuando se otorga a la estabilidad económica el valor de un bien superior. En dominar o influir en las percepciones de los agentes económicos es, pues, donde reside el éxito de la gestión política.

Hay que comprender bien las particularidades de la política monetaria moderna. Su eficacia es menor si de lo que se trata es de incidir en la actividad económica, sobre todo cuando la comparamos con la política fiscal. Familias y empresas a menudo necesitan más tiempo para adaptar sus decisiones a los cambios en el precio del dinero que cuando se modifican las subvenciones o los impuestos. Aparte de ser más lenta, también sufre por la expansión vertiginosa de las transacciones financieras, hasta el punto de cambiar las prioridades estratégicas de los bancos centrales. La creciente sofisticación y complejidad de los activos monetarios, los cambios en los medios de pago y la relación inestable entre reservas bancarias, oferta monetaria y evolución del PIB hacen que los supervisores desistan de controlar la cantidad de dinero en circulación. Más bien tratan de garantizar las necesidades de liquidez del sistema financiero mediante la inyección o drenaje de fondo en las entidades bancarias. Y optan preferentemente por inducir cambios en los comportamientos de los agentes por la vía del activismo en los mercados monetarios, a menudo en operaciones día a día, con el fin de determinar la evolución del precio del dinero. Hoy son, pues, los diferentes tipos de interés los que actúan como canal de transmisión de la política monetaria a la economía.

Por eso el euríbor se activa en previsión de las decisiones futuras que pueda tomar el banco central europeo. Es la respuesta de unas entidades financieras, anhelantes por aumentar rentabilidad, cuando el BCE endurece las condiciones de acceso a la financiación. El tipo interbancario aumenta muy rápidamente, anticipándose a cambios futuros y repentinos en la política monetaria y con el fin de proteger el negocio bancario. Posteriormente, cuando la política monetaria se normaliza y el tipo de interés oficial se acerca a lo que se considera neutral, la evolución del euríbor suele compasar el ritmo, más regular y previsible, de las decisiones de la autoridad monetaria.

Pero el escenario financiero actual es más complejo por diferentes motivos. Primero, porque las autoridades monetarias insisten en la necesidad de persistir en el endurecimiento de su política mientras no remitan las tensiones inflacionistas. Así pues, el tipo de interés de referencia no será el considerado neutral para la actividad económica: el nuevo referente será el tipo terminal. Es decir, aquel que indica dónde se situará el precio del dinero una vez finalice la etapa de retorno a la ortodoxia monetaria. Y una política monetaria no se puede considerar restrictiva mientras el tipo de interés no esté por encima del objetivo de inflación, cuando menos, la subyacente.

Por eso, después de asistir a la escalada feroz de 3 puntos y medio en el euríbor en el último año, tendríamos que estar prevenidos por un aumento del precio del dinero hasta niveles del 3% en la reunión del próximo mes del BCE y del 3,5% o algo superiores en primavera. Sin empeoramiento del conflicto bélico, los datos interanuales de inflación tendrían que mostrar una mejora sensible a partir del mes de marzo, pero mientras no se invierta el alza de la inflación subyacente, el mercado interbancario podría seguir marcando el paso de las decisiones monetarias y el euríbor proseguir con su ascenso nervioso. Pensar que este año pueda tocar el cielo del 4% no es ninguna tontería.

Segundo, porque en los mercados financieros se libra una disputa íntima para alcanzar credibilidad económica. En 2022, el dólar subió un 20% por la percepción de que el BCE iba tarde, hacía poco y mal en la lucha contra una inflación que impactaba duramente el centro neurálgico de la economía europea. Sin embargo, a pesar de las tensiones inflacionistas persistentes, el euro ha invertido su descenso a finales de año porque la mayor estabilidad de los precios de la energía y el paso firme del BCE han revertido el alarmismo de los mercados. Hoy, la estabilidad de la moneda europea es crucial para los objetivos del BCE porque la apreciación del dólar hace mucho más difícil el control de la inflación por el encarecimiento de la energía, alimentos y otras materias primas importadas. Por eso, tan importante como el tipo de interés terminal en Europa también lo es cuál acaba siendo en los Estados Unidos. No es disparatado esperar que se sitúe cerca del 5% al otro lado del Atlántico. Y, mientras no se alcance el punto de llegada, en Frankfurt posiblemente se mimetizarán los movimientos de la Reserva Federal y se continuará con discursos muy beligerantes contra las alzas de precios y salarios. Lo que haga falta para cambiar las expectativas inflacionistas de los inversores financieros.

Y, tercero, porque el BCE ha empezado a reducir en su balance la cartera de deuda pública. Retirará 15.000 millones de euros de liquidez en el mercado de deuda durante los próximos seis meses y probablemente aumente la cifra posteriormente. Una buena muestra de que el mercado de deuda es altamente sensible a las expectativas de inflación futura es el aumento de la rentabilidad de los bonos entre 2,5 y 3 puntos a las principales economías europeas durante el 2022. De momento, las primas de riesgo se mantienen contenidas por el compromiso anunciado de intervención por parte del BCE, pero si el episodio inflacionista no se va resolviendo durante el ejercicio, las tensiones en el mercado de deuda aflorarán y se contagiará inestabilidad a los otros mercados financieros. Todavía no se hace casus belli, pero los elevados niveles de endeudamiento de nuestras administraciones inquietan.

Independientemente de dónde nos pueda conducir la guerra, y más allá de si la coyuntura económica nos llevará o no una recesión técnica de magnitud moderada, lo que podemos aprender del año traspasado es que nos encontramos en un proceso de cambio de etapa que tendrá repercusiones económicas y financieras relevantes, porque el tiempo del dinero gratis y la era del quantitative easing ya son historia.