Este año, el Nobel de Economía ha ido destinado a la innovación, y estamos todos de enhorabuena. No es la primera vez: Robert Solow recibió el Nobel en 1987, Paul Romer junto con William Nordhaus en 2018, Daron Acemoglu con Simon Johnson en 2024, y este año Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt.

Todos ellos trabajan en torno a la economía del crecimiento (growth economics), la rama de la economía que busca explicar por qué crecen las sociedades. Es la otra cara de la moneda de lo que en management llamamos innovación. Podría pensarse que los economistas se ocupan más de la dimensión macro, y los especialistas en management de la micro, pero en realidad encontramos ejemplos en ambos ámbitos: las dos disciplinas son complementarias e interdependientes.

Podríamos creer que el crecimiento económico ha existido siempre, pero nada más lejos de la realidad. Hasta 1820, el crecimiento anual del PIB per cápita era de aproximadamente un 0,05%, prácticamente nulo. Es a partir de esa fecha cuando empezamos a ver los efectos de la Revolución Industrial —que había comenzado antes, hacia 1760— reflejados en los datos macroeconómicos. Los efectos de una disrupción tecnológica no aparecen en las estadísticas hasta que las innovaciones no se adoptan de forma masiva, en el momento de su difusión.

A partir de 1820, el crecimiento se multiplicó por diez, hasta el 0,5% anual, aunque hubo que esperar a épocas más recientes para alcanzar tasas medias cercanas al 3%, características del siglo XX.

Como vemos, el crecimiento económico es un fenómeno reciente en la historia de la humanidad, y con él llegaron la prosperidad y la posibilidad de trabajar menos horas para poder vivir.

La gran pregunta es, entonces: ¿qué impulsa este crecimiento y cómo podemos crecer más?

De Schumpeter al Nobel

El primero en intentar responder a esta pregunta —y, en cierto modo, fundar la disciplina— fue Joseph Schumpeter, un economista nacido en Moravia (actual República Checa), que estudió y trabajó en Viena y más tarde en Harvard. A él le debemos buena parte de las ideas fundamentales que aún hoy utilizamos en este campo.

Entre ellas, la destrucción creativa, desarrollada posteriormente por Aghion, según la cual la innovación es la fuerza que destruye organizaciones existentes y crea otras nuevas. Schumpeter señaló esta tensión constante entre las viejas y las nuevas innovaciones como el motor del progreso.

También le debemos la idea del emprendedor, diferente del directivo o del industrial, como actor central de ese proceso de destrucción creativa.

O la noción de olas de innovación, en las que nuevas tecnologías desplazan a las anteriores, y su intuición central: que la innovación no proviene de fuera del sistema económico y social, sino que se origina dentro de él. Esta es, precisamente, la idea que Aghion ha desarrollado y que le ha valido el Premio Nobel.

El crecimiento económico es un fenómeno reciente en la historia de la humanidad, y con él llegaron la prosperidad y la posibilidad de trabajar menos horas

Schumpeter fue un adelantado a su tiempo y nos dejó un marco conceptual que sigue siendo esencial. Aun así, creía que el capitalismo estaba condenado, porque en esa lucha entre nuevas y viejas innovaciones, los grandes incumbentes acabarían capturando a los gobiernos y frenando la innovación, mientras la sociedad perdería el espíritu emprendedor que la hacía posible. Según él, eso haría colapsar el sistema capitalista, mientras que las economías socialistas prosperarían. No fue así —en eso se equivocó—, aunque a veces, comparando Europa y China, podríamos pensar que Schumpeter quizá no estaba tan errado.

La primera gran contribución de la economía moderna al crecimiento fue la de Robert Solow (Nobel 1987). Su modelo muestra que la economía crece a corto plazo gracias a la acumulación de capital físico —maquinaria, infraestructuras, etc.—, pero con rendimientos decrecientes: cada nueva unidad de capital aporta cada vez menos producción por trabajador.

Así, el crecimiento se detiene cuando se alcanza un estado estacionario, en el que la inversión solo compensa la depreciación y el crecimiento de la población. La única manera de lograr crecimiento sostenido es mediante el progreso tecnológico, que el modelo considera exógeno, es decir, proveniente del exterior del sistema económico.

A mediados de los años ochenta, Paul Romer (Premio Nobel 2018) formuló las ideas fundamentales de la teoría del crecimiento endógeno, que durante décadas ha inspirado gran parte de las políticas de innovación.

Schumpeter señaló esta tensión constante entre las viejas y las nuevas innovaciones como el motor del progreso

Su propuesta rompe con el modelo de Solow en un punto esencial: la innovación no viene de fuera del sistema, sino que surge dentro de él, de la capacidad de la sociedad para generar y acumular conocimiento e ideas. Esta acumulación crea rendimientos crecientes a escala agregada (aunque decrecientes para cada empresa individual) y permite mantener un crecimiento sostenido a largo plazo.

A partir de esa intuición, las políticas públicas de innovación han buscado reforzar la investigación, las universidades y su conexión con las empresas, promoviendo la transferencia tecnológica y la investigación aplicada como instrumentos clave para alimentar el proceso de innovación.

Estábamos más cerca de Schumpeter, pero parecía que habíamos olvidado la destrucción creativa y a los emprendedores: ahora el protagonista era la investigación y su transferencia.

Todo eso cambió en 1992 —el año de los Juegos Olímpicos de Barcelona—, cuando Philippe Aghion y Peter Howitt presentaron su modelo de crecimiento schumpeteriano (A Model of Growth through Creative Destruction, Econometrica).

La frontera tecnológica genera monopolios temporales. Los que no logren alcanzarla deberán ser “fast followers”, adoptando rápidamente las innovaciones de otros

Antes, sin embargo, conviene hablar de Joel Mokyr. Mokyr es un historiador económico que no desarrolla modelos teóricos, pero ha realizado una aportación fundamental para comprender mejor a Schumpeter.

En el universo de Romer, las ideas se tratan como elementos homogéneos que contribuyen al crecimiento. Mokyr, en cambio, distingue entre ideas proposicionales, las que explican cómo funciona el mundo (la ciencia), e ideas prescriptivas, las que nos permiten hacer cosas e innovar. Según Mokyr, el crecimiento depende de la interacción entre ambos tipos de ideas.

A partir de ahí, podemos llegar a las contribuciones de Aghion y Howitt, que formulan los modelos de crecimiento schumpeterianos basados en tres ideas clave:

  1. El crecimiento económico se basa en la innovación y en su difusión y adopción (las ideas prescriptivas de Mokyr). Como decía Newton, “we stand on the shoulders of giants”: solo la codificación, difusión y adopción de nuevas ideas impulsa realmente el crecimiento económico.
  2. La innovación depende de los incentivos de los agentes económicos. Son los emprendedores y las empresas quienes innovan, motivados por los beneficios esperados. Sin incentivos claros ni protección de la propiedad intelectual, no habrá innovación, por muchas ideas que existan.
  3. Cada nueva innovación hace obsoletas a las anteriores, destruyéndolas parcialmente: es la destrucción creativa. Esta dinámica genera una tensión constante entre las innovaciones nuevas y las viejas.

Aghion y Howitt reconocen el peligro de que los incumbentes —las empresas establecidas— intenten frenar la innovación capturando a los reguladores o estableciendo barreras de entrada. Pero sostienen que, a escala global, eso no es inevitable, y que es posible regular la economía para evitarlo. En sus propias palabras, se trata de “salvar al capitalismo de sí mismo”.

De la teoría a las políticas de innovación

De algún modo, en este viaje conceptual hemos vuelto al punto de partida: Schumpeter, el papel central del innovador y del conocimiento que nos permite transformar la realidad y generar prosperidad.

¿Cómo se traducen las ideas de Aghion y Howitt en políticas de innovación? Tres ideas clave:

  1. El crecimiento económico proviene de la creación, difusión y adopción de las innovaciones. Hay que fomentar este proceso. Las innovaciones pueden ser propias o ajenas: lo importante es adoptarlas y transformar el tejido económico.
  2. Hay que proteger a los emprendedores y a los innovadores. Sin incentivos claros que les permitan capturar el valor de sus innovaciones, no habrá crecimiento económico.
  3. La frontera tecnológica genera monopolios temporales. Las empresas y países que estén en esa frontera deberán desarrollar innovaciones de vanguardia para protegerlos. Los que no logren alcanzarla deberán ser “fast followers”, adoptando rápidamente las innovaciones de otros para competir y crecer. Los que no lo hagan acabarán siendo víctimas de la destrucción creativa.

Todo esto dependerá de la intensidad competitiva de cada sector o región, del alcance de las innovaciones (especialmente cuando son genéricas, como la IA generativa) y de factores culturales.

Pero un consejo final: no se puede llegar tarde. ¡Llegar tarde no es gratis, es muy caro.