Políticas de innovación X: ¿por qué esta vez sí es diferente?

- Esteve Almirall
- Barcelona. Jueves, 9 de octubre de 2025. 05:30
- Tiempo de lectura: 4 minutos
Damos por hecho que todas las innovaciones alcanzan un punto en el que tocan techo, en el que entran en una fase de estancamiento. Pero esta forma de entender la evolución de la innovación es relativamente reciente.
En lo que respecta a la difusión de las innovaciones, el comportamiento sigue una curva en forma de S, conocida desde los años sesenta gracias a Everett Rogers, el sociólogo estadounidense que estudió la difusión del maíz híbrido entre los agricultores de Iowa. Rogers observó que la innovación se propaga desde los primeros adoptantes (early adopters) hasta la mayoría tardía (late majority) siguiendo una distribución normal, de modo que su acumulado dibuja una curva sigmoide (en forma de S mayúscula). Este modelo fue rápidamente adoptado por el marketing, que lo popularizó.
Pero, ¿qué ocurre con las tecnologías? ¿También siguen una curva similar? La respuesta no llegó hasta mediados de los años ochenta, con Richard Foster, socio de McKinsey, que estudió la evolución del rendimiento tecnológico y descubrió que también seguía una trayectoria en forma de S. Primero, una fase inicial de crecimiento lento; después, una aceleración que, si es muy pronunciada, a menudo se confunde con una exponencial; y finalmente, una fase de madurez, en la que los avances son marginales y la tecnología acaba siendo reemplazada por otra nueva.
Entonces, si todas las tecnologías acaban llegando a un techo, a un plateau, ¿por qué hablamos de disrupción?
Una tecnología es disruptiva cuando es genérica y capaz de transformar muchos otros ámbitos a través de su adopción e hibridación
Las disrupciones no se refieren solo al impacto dentro de un sector, sino a su efecto transversal. Una tecnología es disruptiva cuando es genérica y capaz de transformar muchos otros ámbitos a través de su adopción e hibridación. La electricidad, internet o los smartphones son ejemplos de ello: tardan años o incluso décadas en mostrar todo su impacto, pero cuando lo hacen, nada vuelve a ser igual. Solo quedan dos tipos de organizaciones: las que adoptan la tecnología disruptiva y las que mueren.
La IA generativa es, sin duda, una de esas tecnologías. Las disrupciones redefinen mercados, empresas, gobiernos y sociedades, creando nuevos ganadores y perdedores. Hoy, muchas de las compañías más valiosas del mundo —como OpenAI o NVIDIA— no existían, o eran marginales, hace apenas unos años.
A escala geopolítica, China avanza con una adopción acelerada y ya compite de tú a tú con Estados Unidos, mientras que Europa, obsesionada con regular antes que adoptar, corre el riesgo de convertirse en un parque temático que acabe regulando la nada, porque no tiene ningún producto propio al que aplicar plenamente su regulación. Es totalmente dependiente de productos estadounidenses o chinos.
Pero si todas las innovaciones tocan techo...
Ahora bien, si Foster tiene razón, la tecnología que dio origen a la IA generativa —los transformers— llegará tarde o temprano a su madurez. Los desarrollos posteriores tendrán un impacto decreciente y acabarán generando un plateau. Su difusión seguirá la misma pauta, con un desfase de años o décadas, hasta que llegue la próxima ola tecnológica que todavía no podemos imaginar.
Entonces, ¿qué hace que esta vez sea diferente?
Para responder, hay que recurrir a Paul Romer, Premio Nobel de Economía en 2018. Romer rompió con la idea de que la innovación simplemente “ocurre”. Explicó que el conocimiento es el motor endógeno del crecimiento económico, y que las sociedades pueden favorecer la generación de ideas mediante la educación, la investigación y la innovación. Sus ideas (de las décadas de 1980 y 1990) son la base de las actuales políticas de innovación.
El conocimiento, decía Romer, es un bien no rival: no se agota cuando se utiliza. Por eso, acumular ideas y combinarlas genera efectos compuestos que pueden sostener el crecimiento a largo plazo. Sin embargo, este proceso también tiene límites. Generar nuevo conocimiento depende de los recursos disponibles, del contexto cultural, de la intensidad competitiva o incluso de factores que tensionen a las sociedades e inyecten un sentido de urgencia, como la guerra. No todas las sociedades, por mucho potencial que tengan, consiguen transformar su capacidad científica en innovación real. Este es un fenómeno bien conocido en Europa.
Acumular ideas y combinarlas genera efectos compuestos que pueden sostener el crecimiento a largo plazo
El punto clave, sin embargo, es la capacidad de generar conocimiento, tanto básico como aplicado. Este es siempre un recurso escaso. No solo en términos de capacidad, sino también de velocidad. Si sintetizar una proteína cuesta cinco años y un doctorado, por muchos doctorandos que tengas, no avanzarás mucho más rápido.
Ahora bien, ¿qué ocurriría si tuviéramos una máquina capaz de generar conocimiento? En términos económicos, si pudiéramos convertir la creación de ideas en capital, como hacemos con la mano de obra o los robots.
Si eso fuera posible y rápido, habríamos alcanzado el sueño de Paul Romer: un crecimiento sostenido, endógeno y de alta velocidad, independiente de los condicionantes culturales o institucionales.
Bien, eso es exactamente lo que empieza a ocurrir.
La máquina de innovar
Ya existen modelos de IA capaces de descubrir proteínas y predecir su plegamiento. En laboratorios como el de David Sinclair (Harvard), se utilizan modelos de lenguaje como K-Dense (una adaptación de Gemini 2.5) para descubrir biomarcadores en semanas en lugar de meses. En otros campos —como las matemáticas, la aeronáutica o la química—, los modelos también comienzan a generar conocimiento nuevo por sí mismos.
Nos estamos acercando, por tanto, a una máquina de generar conocimiento, el objetivo declarado de empresas como OpenAI, Anthropic o Alibaba: la investigación —básica o aplicada— automatizada y acelerada.
Las implicaciones en términos de competitividad son enormes. Una organización que disponga de una máquina así podrá acumular y combinar conocimiento a una velocidad inalcanzable para cualquiera que no la tenga.
Nos estamos acercando a una máquina de generar conocimiento, el objetivo declarado de empresas como OpenAI, Anthropic o Alibaba
Este efecto compuesto, en el que cada descubrimiento se acumula y se hibrida con los anteriores, puede dar lugar a algo inédito: un crecimiento exponencial sostenible, sin techo.
¿Se imaginan un laboratorio farmacéutico, una empresa aeroespacial o incluso un país con esta capacidad? No se trata solo de una carrera por mejorar la eficiencia o reducir costes: es la carrera por la máquina de innovar.
Una carrera que, por primera vez, podría cambiar para siempre la relación entre el conocimiento, el tiempo y el progreso.
Eso sí: esta vez, llegar primero sí importa.