Aunque las estadísticas pueden llevarnos al “autoengaño” no debemos olvidarnos que tenemos un problema de empleo, que es bastante probable que este problema se incremente en el futuro, que las tasas de desempeño en nuestro país son de las más elevadas de nuestro entorno, que seguimos sin ser capaces de ofrecer oportunidades laborales a la mitad de nuestros jóvenes y que el desempleo estructural (superior a los 12 meses) no hace más que crecer.

Hoy ya casi uno de cada dos desempleados forma parte del colectivo que denominamos “desempleo estructural” o “desempleo de larga duración”. En otras palabras, estamos hablando de más de 1,2 millones de personas, las que integran una categoría en la que, como muestran las estadísticas, las posibilidades de reinserción son prácticamente nulas. 

Si tomamos en cuenta la relevancia social del empleo en las sociedades más avanzadas como un elemento esencial del desarrollo y del bienestar personal y colectivo, este problema debería de ser uno de los prioritarios en la escala de preocupaciones y ocupaciones de nuestra clase política, cuando además, según el INE, un 26% de la población residente en nuestro país está en riesgo de pobreza o de exclusión social y que los problemas relativos a la situación económica y los vinculados al empleo figuran de forma reiterada entre los cinco primeros de la escala de preocupaciones sociales del barómetro del CIS.

Aunque es indudable que nuestra estructura económica resulta ser un condicionante clave para las dinámicas laborales, no lo es más que en este problema inciden otros elementos: desde el mantenimiento de estructuras culturales que, aunque nos cueste reconocerlo, surgen con anterioridad al año 1976, hasta la pervivencia de unas normas que protegen al empleo y no a las personas. Un aspecto sobre el que la reflexión y la acción es a día de hoy claramente urgente si no queremos seguir profundizando en la desigualdad social.

Seguimos con una constante disminución de empleos de calidad que no son ni cuantitativa ni cualitativamente compensados por los que alternativamente somos capaces de crear

Mientras tanto, las opciones que a menudo plantea la clase política relativas a la creación de empleos son, a menudo, imposibles o estúpidas. Y la realidad nos muestra que, al margen del sector público, seguimos con una constante disminución de empleos de calidad que no son ni cuantitativa ni cualitativamente compensados por los que alternativamente somos capaces de crear. Unos empleos que paralelamente no requieren el mismo nivel de competencias y además se plantean en condiciones de precariedad e inestabilidad. 

Estamos empezando a vivir un grave problema de transición (cuyo impacto será muy duro para muchas de las personas que hoy pierden su empleo) hasta que con el desarrollo de las nuevas tecnologías podamos crear nuevos puestos u oportunidades laborales. Una transición que, recordemos, se ha producido en todas las revoluciones que hemos vivido históricamente, y que nos plantea la disyuntiva de si esta será comparable a ellas. Aunque ya sepamos que no lo va a ser en lo concerniente a los aspectos relativos a la velocidad (será mucho más rápida) e impacto. También en lo relativo a si se mantendrá la hipótesis, confirmada en los procesos anteriores, de que finalmente se terminarán generando un número de oportunidades laborales/empleos suficientes para cubrir los que se pierdan en la transición y las condiciones y además de más calidad (tanto en términos competenciales como de condiciones laborales) que los existentes previamente.

Sea como fuere, asistimos al hecho de que muchos países están reflexionando, proponiendo y legislando para que este proceso de ajuste y posterior crecimiento del empleo se desarrolle con los menores efectos colaterales posibles. Parece una locura, pero es una evidencia que son los países situados en los primeros lugares de los rankings de empleo los que con más interés se están enfrentando a este problema. Mientras tanto, otros, entre los que nos encontramos, seguimos mirando para otro lado. Y digámoslo claramente, a menudo no es un problema de falta de recursos sino de voluntad política de cambiar las cosas o simplemente de afrontarlas desde nuevas perspectivas.

Es posible que en pocos años oigamos a un robot haciendo la afirmación siguiente: “Trabajamos mejor, somos más competitivos, no hacemos huelgas… y pagamos impuestos"

Todo va muy, muy rápido. Incluso mucho más de lo que parece y de lo que estamos percibiendo. Según McKinsey, más del 70% de las tareas realizadas por los trabajadores del sector de los servicios alimentarios y la hostelería podrían ser llevadas a cabo por máquinas ahora mismo, ya que disponemos de las tecnologías y las capacidades técnicas para ser realizadas por robots. En otro ámbito: hasta el 50% de las tareas en la industria de servicios podría estar automatizada actualmente.

¡Aterricemos! Si las previsiones de la OCDE se cumplen (y recordemos que normalmente la realidad las convierte en conservadoras) estamos obligados a poner en marcha soluciones imaginativas para ofrecer oportunidades o alternativas al empleo a muchos ciudadanos. Y si ello no es posible, nos vamos a ver en la necesidad de ofrecer rentas de subsistencia al 25% de la población activa. Y me estoy refiriendo al conjunto de los países más desarrollados. Recordemos que un problema como este, si aplicamos la memoria histórica, solía resolverse con un conflicto bélico de carácter más global de los que estamos ya viviendo hoy. Esperemos que esta no sea la solución al problema, entre otras razones, porque un conflicto de esta naturaleza pondría en peligro al conjunto de la especie humana.

Lo que planteo no es el futuro. Es lo que ya está ocurriendo hoy. Es posible que en pocos años oigamos a un robot haciendo la afirmación siguiente: “Trabajamos mejor, somos más competitivos, no hacemos huelgas… y pagamos impuestos”. Y todo ello cuando los datos confirman que cada año se incorporan al mercado de trabajo en el mundo más de 40 millones de personas.