Mi anterior artículo contenía el concepto del “efecto imitación” como un factor esencial que permite comprender el comportamiento de las empresas de la distribución. Ha generado distintos comentarios en las redes y creo que tiene cierto interés el explicar el nacimiento de este concepto.

En mi vida anterior como responsable europeo de las frutas y hortalizas y el aceite de oliva en la Dirección General de Agricultura de la Comisión Europea, me toco discutir muchos con mis compañeros de la Dirección General de la Competencia, y muy especialmente los del Grupo especial (“Task Force”) Agricultura.

El derecho europeo de la competencia tiene dos grandes objetivos: el luchar contra el de abuso de posición dominante y contra los acuerdos entre operadores en perjuicio de los consumidores.

En el caso de la distribución alimentaria, no hay posición dominante. Lo sabemos los consumidores que vemos en nuestros barrios la presencia de distintas empresas que compiten con sus ofertas o su política de precios siempre bajos. Nos lo confirma los análisis de la consultora Kantar. La primera empresa del sector es Mercadona, con una cuota importante (el 25.6%), seguido de Carrefour y el grupo IFA  (cada uno con 9.7%), el grupo Euromadi (5.2%), Lidl (5.8%) y Dia (4.6%). Luego siguen el Grupo Eroski Consúm, Aldi, El Corte Ingles. IFA y Euromedi encuadran a muchas cadenas regionales queestán fuertemente presentes en sus mercados.

Por su fuera poco, el mercado nacional no es el único mercado para la producción agraria española. Las expediciones al resto de los estados miembros de la Unión Europea y las exportaciones a terceros países, son otra alternativa importante en un país como el nuestro que tuvo un excedente comercial agroalimentario de más de 18.000 millones de euros en el 2022.

Lógicamente, si no hay posición dominante, difícilmente puede haber abuso de posición dominante. No cabe por lo tanto esperar nada al respecto desde el lado de las autoridades de la competencia.

Queda el tema de los acuerdos entre operadores con el fin de limitar la competencia. La realidad es que no hay acuerdos y que la competencia entre las empresas es feroz por mantener u aumentar su cuota de mercado. En el 2022, por ejemplo, Mercadona y Carrefour aumentaron esta cuota en 7 décimas, Euromadi en 2 décimas, Lidl en 5 décimas mientras que otras perdían cuota como Dia o Eroski, ambas 2 décimas.

¿Quiere esto decir que nos encontramos en el mejor de los mundos? Desde el punto de vista de los ayatolas del derecho de la competencia, la respuesta suele ser positiva. Fue entonces, en las discusiones antes mencionadas que se me ocurrió lo del “efecto imitación”.

El “efecto imitación"

Fue a raíz de una oferta de aceite de oliva en Córdoba, cuando la guerra se desencadenó. El reclamo era tan potente que sorprendió a sus competidores que no entendían como era posible ofrecer en estos momentos aceite a este precio. La reacción de todos fue la misma: llamar a la orden a sus compradores para que consigan aceite que iguale (o incluso mejore) la oferta de la competencia. Las llamadas se multiplicaron a mi despacho, de cooperativas asustadas ante la presión terrible que los compradores estaban ejerciendo, renegociando incluso acuerdos ya firmados.

No hubo acuerdo entre los distribuidores, pero sí “efecto imitación”. Me encontré con la mayor de las incomprensiones por parte de mis compañeros de la competencia. Su tesis era muy clara: se alegraron mucho de que esta feroz competencia se traduzca en precios más bajos para el consumidor.

Intenté explicarles entonces que esta situación no era sostenible, y que la sostenibilidad era uno de los objetivos claves de la acción comunitaria. En efecto, ponía en riesgo la continuidad de la producción e iba a redundar al final en una disminución de la oferta y una subida de los precios pagados por los consumidores, exactamente el efecto contrario del que perseguían. He de confesar que no tuve éxito con mi argumentación.

Fuera del sector, hemos visto las consecuencias de estas dinámicas depredadas. Cuando estalló el COVID y hemos necesitados mascarillas, descubrimos con gran asombro que todas las fábricas se habían ido de Europa.

El caso del aceite de oliva es de nuevo ilustrativo. El resultado de esta, y otras prácticas semejantes es su transformación en un producto reclamo, con escasa rentabilidad de la venta en el mercado. Interior. Ello estimuló la necesidad de exportar como estrategia de supervivencia, siendo el mercado exterior el único en donde puede haber rentabilidad para el productor y/o el comercializador y/o las cooperativas.

Lo estamos viendo en estos momentos. A grandes cifras, España suele producir 1.5 millones de toneladas, exportar 1 millón y dedicar 500.000 al mercado interior. Este año la producción es del orden de la mitad. Los operadores privilegian a los “buenos” clientes, los que en los años anteriores generaron rentabilidad, es decir privilegian los clientes de fuera de nuestro país. Como no pueden estar los estantes vacíos, la distribución en España se ve obligada a subir los precios.

Hoy la seguridad del abastecimiento alimentaria (“Food security”)  ha vuelto a la orden del día político, al lado obviamente de otros objetivos como la seguridad de los alimentos (“Food safety”) y la adaptación y mitigación del cambio climático.

La ley de la cadena alimentaria

Si no nos puede ayudar el derecho de la competencia a conseguir una competencia y cohabitación sostenible entre los distintos actores de la cadena alimentaria, hubo que intentar recurrir a otros instrumentos legislativos.

Aquí no hay “culpables”, ni buenos y malos. Hay actores económicos insertos en una lógica destructora de valor. Hay que buscar la forma de construir un marco legal en el que, al contrario de lo que cuenta la fábula, el escorpión no pique a la rana que le ayuda a cruzar el río y se puedan salvar, tanto el escorpión como la propia rana.

Es lo que intenta la nueva ley de la cadena alimentaria. Su piedra angular es la prohibición de la “venta a pérdidas” a lo largo de la cadena, vender por debajo del coste y cobrar menos de lo que se ha pagado. “Con el fin de evitar la destrucción del valor en la cadena alimentaria, cada operador de la misma deberá pagar al operador inmediatamente anterior un precio igual o superior al coste de producción de tal producto en que efectivamente haya incurrido o asumido dicho operador”, reza la propia norma.

¿Conseguirá la ley cumplir su objetivo? Esta es una pregunta para la cual no hay todavía respuesta. Es verdad que la Agencia de Información y Control Alimentarios (AICA) ha impuesto 69 multas por un valor superior a los 211.700 euros a empresas agrarias, industrias y supermercados durante el primer trimestre de 2023 por incumplir la Ley. Pero también es cierto que las penalizaciones impuestas oscilaron entre los 1.800 y los 11.500 euros. No son para alterar un balance, pero lo realmente nuevo es la publicidad de los nombres de las empresas sancionadas, algunas de ellas tan conocidas como las distribuidoras Carrefour, Día y Froiz o las Bodegas Garcia Carrión.

Pero las sanciones, por necesarias que sean a menos que sean claramente disuasivas, no son LA solución. Esta pasa por la organización comercial de los productores para añadir primero valorar primero a los productos del campo y para conseguir una distribución equitativa de este valor entre los distintos actores de la cadena.