La semana pasada hubo una caída general de una entidad financiera española. No se pudieron realizar pagos ni entrar en banca online durante la práctica totalidad del día. Probablemente, se produjo porque fue en día 20 y era día en que se debía liquidar IVA. Puede que por tal motivo se saturara el servidor y se cayera el sistema. Curiosamente, el día antes se cayó Twitter durante unas horas, lo que puede parecer una nimiedad al lado de la caída de un banco, pero en lo personal e incluso en lo profesional, es ya un canal de comunicación no solo de mensajería sino de documentos y, con total seguridad, hubo profesionales (y no solo particulares) temporalmente perjudicados.

Saco a colación este tema porque la adopción de la tecnología como canal predominante en el mundo jurídico y económico ha alcanzado ya unas cotas absolutas y muchas vías alternativas del mundo físico anterior, si bien están todavía disponibles, suponen dilaciones que, a la postre, las convierten en casi inexistentes.

Es en ese sentido que nuestra dependencia de la tecnología produce vértigo, pues ya no son solo las comunicaciones, telecomunicaciones y los mercados financieros. Es mucho más: la electrónica también se va imponiendo a la mecánica tradicional. Y mucha de esta electrónica está soportada por sistemas. Las torres de control de un aeropuerto, los sistemas de navegación de una aeronave o el software de una operación quirúrgica con material electrónico son gobernados, a su vez, por sistemas. Y ya sea en un avión, un coche, realizando una transferencia o pasando por un quirófano, de los sistemas dependen nuestra salud, seguridad, economía y bienestar.

Por eso, cada vez que se cae un sistema informático, uno no puede dejar de pensar: si esto pasara en un aeropuerto, la que se armaría. O, si esto pasara en un Hospital, el drama que habría… Y similares.

Es en tales momentos que, a la vez, a pesar de lo mucho que nos hemos quejado todos, y yo lo he hecho incluso públicamente en algunos de mis artículos o intervenciones en radio, uno se da cuenta de que todo el compliance y obligaciones legales que la Unión Europea está imponiendo en materia de protección de datos, de ciberseguridad y de confidencialidad son más necesarios de lo que parece. Esto es como los seguros. Uno no se da cuenta de lo importantes que son hasta que no sufre un siniestro. Mientras tanto, son un engorro. Pagas por un servicio que no recibes y que, además, esperas no recibir nunca. Pero cuando el imprevisto sucede, das gracias al cielo y a quien inventó la mutualización de riesgos y la obligatoriedad de los seguros más elementales.

Todo el descomunal esfuerzo que están haciendo las empresas y administraciones de la Unión Europea en materia de seguridad cibernética y digital son parecidos a los seguros. Son una pesadilla para muchas empresas, incluso pequeñas, que se ven obligadas a pasar auditorías de toda índole. Pero la realidad es que la ciberseguridad empieza a ser una barrera de entrada competitiva. No se puede trabajar para ciertas empresas si no cumples toda una serie de requisitos de seguridad informática. Y, aun así, fíjense lo que sucede.

En una encuesta reciente leí que la ciberseguridad estaba en el top 5 de preocupaciones de los CEO de Europa y Estados Unidos. Es tremendo. Cada vez hay menos delitos contra la persona física y hay más delitos (o intentos de delito) a través de lo digital. Creo que no conozco a nadie que no haya experimentado, ni que sea una vez, el intento de usurpación de su cuenta de WhatsApp o de su cuenta de correo electrónico, o que hayan tratado de entrar en su correo, o que haya recibido correos que intentan que caigas en un engaño o fraude o intentos de pillar tu password de cualquier servicio en streaming, sin hablar de los intentos a través de medios de pago electrónicos.

Por eso, los sistemas no se pueden ya caer. Los sistemas lo son todo. Los sistemas son (casi) Dios. Sin sistemas seguros no hay ya futuro económico para un país que quiera seguir desarrollándose. Entramos en 1984 de Orwell o Un Mundo Feliz, de Huxley, pero en el siglo XXI. Las máquinas empiezan a dominar nuestras vidas. Y en serio.