16 medicamentos y ninguna pregunta
- Pau Hortal
- Barcelona. Sábado, 13 de diciembre de 2025. 05:30
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Hace unos días fui a la farmacia para comprar un medicamento para mi nieta. Cuando entré, estaban atendiendo a un cliente de una edad que situaría de forma aproximada en los 70 años y que, provisto de dos tarjetas sanitarias, recibió (iba a decir ‘compró’, pero no me parece el término más adecuado) un total de 16 medicamentos por un coste de seis euros.
Cuando llegó mi turno, al margen de trasladarle la petición concreta, me permití hacerle a la farmacéutica un comentario sobre lo que acababa de presenciar. Y en concreto, ¿cómo nuestro sistema de salud podía recetar tal número de medicamentos (si tomamos como referencia la media de ocho recetados por persona)? Pues bien, su respuesta me dejó sin réplica posible: “Es probablemente un exceso, pero nosotros (los farmacéuticos), ¿qué podemos hacer?”.
Se trata de una escena muy reveladora, una suerte de micro-radiografía reflejo de una cultura social que no sé muy bien dónde nos va a llevar. En ella –y en apenas unos pocos segundos– se condensa un problema enorme que podemos caracterizar a través de tres aspectos: la medicalización de la vida ciudadana, la falta de conciencia social que nos impide que asumamos una cierta crítica sobre el mal uso de determinados servicios públicos y la impotencia de una profesional frente a una maquinaria ante la que, si bien se admite que no funciona adecuadamente, no tiene sentido oponerse.
Se trata de una situación que me atrevo a leer desde muchas perspectivas. En primer lugar, la sociológica como ejemplo de una cultura social (buenismo) que ha institucionalizado, sin ninguna lógica ni sentido, el uso de los medicamentos y por la que las personas mayores somos, además, tratadas como sujetos no autónomos. En segundo término, la ética como muestra de cómo la responsabilidad se diluye en estructuras burocratizadas (“yo solo despacho”, “yo solo receto”, “yo solo sigo el protocolo”). Por último, la económica como reflejo de una percepción social totalmente desenfocada respecto a un gasto público invisible (considerado incluso como sagrado) y que nadie se atreve a controlar ni mucho menos auditar.
Es probable que ambas personas (el usuario del sistema sanitario y la farmacéutica) tengan el convencimiento de que están haciendo lo correcto
Lo más inquietante de todo ello es que es probable que ambas personas (el usuario del sistema sanitario y la farmacéutica) tengan el convencimiento de que están haciendo lo correcto porque el sistema se lo permite, facilita e incluso incentiva.
Si nos centramos en los aspectos sanitarios, y aunque solo sea como espectador de lo que ocurre a mi alrededor, creo que hemos creado una estructura que ha convertido la salud en un flujo logístico. La enfermedad se gestiona como si fuera una cadena de suministro (diagnósticos, recetas, cajas, datos y reembolsos, entre otros). Cada engranaje cumple su función y nadie parece tener margen para preguntar: el médico prescribe, el farmacéutico dispensa, el paciente confía, el sistema paga. Todo correcto. Todo ineficiente. Todo inhumano.
Pero lo más grave no es el gasto, que también, sino la lógica que subyace: la medicalización de la vida como forma de gestión social. Porque en tal contexto cada medicamento es, en el fondo, una forma de control. No necesariamente conspirativo, pero sí cultural. Control sobre el cuerpo, sobre la incertidumbre, sobre el envejecimiento y sobre la soledad. Cuando el sistema no sabe cómo acompañar, receta. Cuando no puede transformar, seda. Cuando no quiere escuchar, dosifica. El problema radica en que hemos renunciado a la pregunta por el sentido del cuidado.
La farmacéutica a la que aludía al principio tenía razón: ¿qué haría ella? Si no dispensa, incumple la norma. Si pregunta, invade terreno médico. Y finalmente se convierte en un obstáculo burocrático. Está atrapada, como tantos otros, en la lógica del cumplimiento. Y eso mismo ocurre en casi todos los sectores públicos y privados: profesionales inteligentes, formados y críticos atrapados en un sistema que premia la obediencia y castiga la reflexión. Y así, sin darnos cuenta, convertimos el bienestar en consumo y la salud en trámite. El resultado es un sistema sanitario saturado, económicamente insostenible y emocionalmente vacío.
El acto de cuidar, esa antigua alianza entre conocimiento, escucha y acompañamiento, se sustituye por un intercambio automatizado. Donde antes había una conversación, ahora hay un clic en la receta electrónica; donde había un vínculo, hay un número de lote; donde había humanidad, hay protocolo. Lo más inquietante es que el propio paciente participa encantado. El sistema lo ha entrenado para no preguntar, para confiar ciegamente, para exigir su dosis como un derecho adquirido. No queremos salud: queremos certidumbre. Y el fármaco la ofrece en píldoras de obediencia.
Hemos aprendido a obedecer sin pensar, a cuidar sin mirar, a gastar sin entender
Es más sencillo seguir tomando algo que revisar el porqué, más fácil llenar la bolsa que abrir el vacío. Y mientras tanto, los datos se acumulan. No los de salud, sino los del gasto. España supera cada año récords de consumo farmacéutico, en un país donde las patologías crónicas se disparan como consecuencia de que hemos conseguido tener una esperanza de vida que es envidiada por el resto del mundo. Pero intuyo que el exceso de medicación no debe ser una de las razones básicas de este alargamiento.
En el ínterin, seguimos actuando como si la solución fuera añadir otra caja más al botiquín. Creo que debería de haber un punto de inflexión posible que no pasa por recortar, sino por humanizar de nuevo la sanidad. Esto es, por devolver a los profesionales el poder de preguntar, por crear espacios donde el paciente participe de verdad en su cuidado, por integrar datos de forma inteligente para anticipar, no para reaccionar. Un nuevo entorno en el que la farmacia, ese lugar cotidiano donde se cruzan las biografías y los códigos de barras, podría devenir un espacio de escucha, de educación sanitaria y de diálogo intergeneracional.
Quizá la farmacéutica que me respondió con resignación podría decir algún día: “Haríamos algo distinto”. Porque sí, podríamos hacerlo. Podríamos pensar la salud como un ecosistema, no como una línea de producción. O hablar de longevidad activa, de bienestar emocional, de alimentación consciente, de acompañamiento digital. O diseñar una inteligencia artificial que no recete más, sino mejor. Podríamos incluso enseñar a nuestros mayores –y a nosotros mismos– a convivir con la fragilidad sin convertirla en patología. Pero para eso hay que atreverse a cambiar la relación entre el usuario y el sistema, a romper el hechizo del protocolo, a devolverle la parte del alma que perdió en algún punto entre la pantalla del médico y el mostrador de la farmacia.
La escena –dieciséis medicamentos y ninguna pregunta– no es, lamentablemente, un caso aislado. Es un espejo. Refleja cómo hemos aprendido a obedecer sin pensar, a cuidar sin mirar, a gastar sin entender. También es la muestra de dónde puede empezar el cambio: justo ahí, donde alguien se atreve a preguntar lo que parece obvio: ¿por qué? ¿Qué podemos hacer?
P.D.: Os pido disculpas por el hecho de que, por una vez, estas reflexiones no responden al objeto de la sección ‘¿Tiene futuro el empleo?’. Aunque con probabilidad habrá alguien que pueda pensar en las consecuencias que este nuevo paradigma podría suponer en términos de volumen de empleo, no soy capaz de analizar el impacto cuantitativo. Pero me sería relativamente fácil identificar los cambios cualitativos que ello podría implicar.