Nvidia ha anunciado una inversión estratégica de 4.200 millones de euros en su antiguo gran rival, Intel. La operación, que se ha materializado mediante la compra de acciones a un precio de 19,67 euros por acción (un 6,5% por debajo de su última cotización), no es solamente un salvavidas financiero; es un síntoma profundo del vuelco sísmico en la industria de los semiconductores y de la creciente influencia de la agenda tecnológica de Estados Unidos.

El acuerdo tiene como objetivo declarado el desarrollo conjunto de chips de próxima generación para el mercado de PCs y, crucialmente, para centros de datos, el campo donde Intel ha sido más golpeado por el auge de Nvidia. Según un comunicado oficial, las empresas colaborarán para integrar sin problemas las arquitecturas de ambos mediante la tecnología Nvidia NVLink, combinando las unidades de procesamiento central (CPU) de Intel con los aceleradores de inteligencia artificial y gráficos (GPU) de Nvidia.

Esta inyección de capital no llega de forma aislada. Se produce en un momento de extrema vulnerabilidad para Intel, una compañía que acumula años de pérdidas millonarias, una sangría constante de cuota de mercado y un retraso tecnológico en la fabricación de chips de vanguardia. Su intento de reinventarse como foundry (fundición para terceros) compitiendo con TSMC se ha topado con la cruda realidad: la fabricación es un negocio de márgenes estrechos y requiere inversiones colosales.

El rescate de Nvidia es, de hecho, la última pieza de un plan de recapitalización orquestado con evidente respaldo gubernamental. Solamente en agosto, el gobierno de Estados Unidos acordó tomar una participación de aproximadamente el 10% en la empresa, en una jugada que subraya el status de Intel como activo estratégico nacional. Este movimiento se enmarca en la creciente "guerra de chips" entre EEUU y potencias como China, y en los esfuerzos por reshoring (relocalizar) la producción de semiconductores críticos para la economía y la defensa.

La transacción refleja un reordenamiento radical del poder en la industria. Nvidia, con una capitalización de mercado que supera los 3,3 billones de euros, extiende ahora su influencia sobre un Intel valorado en 98.000 millones de euros. La inversión le otorga una participación de menos del 5%, pero le proporciona algo invaluable: acceso garantizado a la capacidad de fabricación y al conocimiento en CPUs de un actor clave, asegurando la cadena de suministro para sus ambiciosos planes.

Para Intel, los beneficios son inmediatos pero implican aceptar un papel secundario. No solo recibe un colchón financiero vital, sino que gana legitimidad tecnológica al asociarse con el líder indiscutible de la IA. Esto le permitirá ofrecer PCs con componentes gráficos de Nvidia integrados para competir con AMD y, potencialmente, posicionarse como un socio futuro para la fabricación de los chips de Nvidia, algo que la compañía evalúa aunque no tiene planes inmediatos. La alianza redefine el concepto de "coopetición" (cooperar y competir a la vez). Mientras colaboran en el frente del data center, seguirán siendo rivales acérrimos en otros. AMD, competidor directo de ambos en CPUs y GPUs, se enfrenta ahora a un bloque formidable.

A nivel global, la alianza fortalece el flanco occidental en la carrera por la supremacía tecnológica. Al conectar el diseño de vanguardia de Nvidia con la capacidad de producción que Intel intenta recuperar, Estados Unidos teje una red de interdependencia interna para reducir su vulnerabilidad frente a actores como la taiwanesa TSMC. El acuerdo Nvidia-Intel es más que una transacción financiera.

Es el reconocimiento por parte de dos gigantes de que, en la actual guerra de chips, marcada por la geopolítica y unos costes de I+D insostenibles en solitario, los antiguos rivales necesitan aliarse para sobrevivir. El salvavidas tiene un precio: la era de la hegemonía indiscutida de Intel ha terminado, y el futuro se escribe ahora en una compleja colaboración con su más poderoso heredero.