En un ritual diplomático que se repite desde hace más de tres décadas, pero con consecuencias muy reales, Cuba alzará de nuevo su voz en el hemiciclo de la Asamblea General de la ONU para demandar el fin del entramado de sanciones económicas, comerciales y financieras que Estados Unidos le impone desde la Guerra Fría. Unas medidas que La Habana denuncia como un "bloqueo" asfixiante y que Washington justifica, en su evolución reciente, como una herramienta de presión por la democracia y los derechos humanos. Este año, la votación se enmarca en un contexto de recrudecimiento de las sanciones bajo la segunda administración del presidente Donald Trump.

Las sanciones no son un monolito estático, sino un complejo andamiaje legal construido, capa sobre capa, a lo largo de siete presidencias estadounidenses, tanto demócratas como republicanas. Su origen se remonta a 1960, en respuesta a la nacionalización de propiedades estadounidenses tras el triunfo de la Revolución Cubana. Ese año, el gobierno de Eisenhower suspendió la cuota azucarera cubana, pilar de la economía de la isla, y decretó un embargo parcial a las exportaciones.

Pero fue en 1962 cuando el presidente John F. Kennedy firmó la Proclamación 3447, estableciendo un embargo comercial total. Este marco, que incluía la congelación de activos cubanos en Estados Unidos y severas restricciones a viajes y transacciones, sigue siendo la columna vertebral del régimen de sanciones. Un punto de inflexión crítico llegó en 1996 con la Ley Helms-Burton. Esta legislación, impulsada tras el derribo de dos avionetas de Hermanos al Rescate, "codificó" las sanciones. Esto significa que trasladó la potestad de levantarlas del poder ejecutivo al legislativo, dificultando enormemente que un presidente pueda desmantelarlas por decreto.

La ley introdujo dos mecanismos particularmente controvertidos: el Título III, que permite demandar en cortes estadounidenses a compañías de cualquier país que "traficasen" con propiedades nacionalizadas en Cuba, y el Título IV, que niega visas a los ejecutivos de dichas compañías. Durante años, sucesivos presidentes suspendieron la aplicación del Título III para evitar tensiones con aliados. Sin embargo, en 2019, la administración Trump lo activó por primera vez, abriendo la puerta a miles de demandas millonarias.

El siglo XXI ha visto periodos de distensión y de máxima presión. La administración de Barack Obama (2009-2017) marcó un "deshielo" histórico: flexibilizó viajes y remesas, restableció relaciones diplomáticas y, crucialmente, retiró a Cuba de la lista de Países Patrocinadores del Terrorismo en 2015, facilitando su reinserción financiera internacional.

Este proceso se revirtió drásticamente con la llegada de Donald Trump. Su administración (2017-2021) aplicó más de 240 medidas de recrudecimiento, consideradas las más duras en décadas: prohibió los cruceros, suspendió casi todos los vuelos comerciales, limitó las remesas y, en un golpe final días antes de dejar el cargo, devolvió a Cuba a la lista de patrocinadores del terrorismo.

La administración Joe Biden, pese a promesas iniciales de revisar la política, ha mantenido en su mayoría las sanciones de Trump. Incluso aplicó sanciones específicas a funcionarios cubanos tras las protestas de junio de 2021. La reciente decisión de una segunda administración Trump de revertir una medida de Biden y reafirmar la designación de Cuba como patrocinador del terrorismo confirma la naturaleza volátil y política de la herramienta sancionadora.

Más allá de la retórica política, el impacto en la población cubana es tangible. Las sanciones limitan el acceso a medicamentos, tecnología médica, piezas de repuesto, financiamiento internacional e inversión. El sector privado emergente sufre para acceder a materias primas y procesar pagos. La designación como patrocinador del terrorismo actúa como un disuasivo global, asfixiando las transacciones bancarias del país por el temor de las entidades financieras a ser multadas por Estados Unidos.

Este jueves, la Asamblea General de la ONU será, una vez más, el escenario donde la abrumadora mayoría del mundo vote no solamente sobre una resolución, sino sobre el principio del derecho internacional y el coste humanitario de un embargo que, con 64 años a sus espaldas, se ha convertido en la sanción más larga de la historia moderna.