Roger Mas llega a la plaça Francesc Macià a las dos y cuarto del Viernes Santo y me recoge para ir a comer. La plaza está vacía. Mientras subimos por el paseo Pau Casals para aparcar el coche me explica que ha venido desde Solsona escuchando a Enric Barbat, un cantautor de los años setenta con influencias de la canción francesa y el surrealismo. Leo que se decepcionó del negocio musical y se retiró a Menorca.

“¿No lo conoces”?, me pregunta. “No era muy bueno”, añade cuando digo que no lo he escuchado nunca. Lo dice con un hilo conmovedor de delicadeza compasiva, como si rematara a un perro enfermo o un caballo que se ha roto la pata. Entonces toca unos botones y me dice, eso sí que es impresionante, y suena Vladimir Vysotskij. Con una voz atronadora, el poeta ruso brama la historia de unos marineros que naufragan dentro de un submarino, y cantan: “Salvad nuestras almas, salvad nuestras almas”. Por la tarde, Mas tiene una entrevista en Catalunya Ràdio para promocionar Irredento, su último disco, y aparcamos delante de la emisora. 

De Vysotskij, y su genio de alcohol y de gulag, Roger Mas salta a Giorgio Conte, el hermano de Paolo Conte. De Paolo Conte el otro día leí unos versos canallas muy bonitos que decían más o menos: “yo buscaba a una mujer y me encontré con una comedia hawaiana”. Mas pone una canción de su hermano pequeño. Es una versión italiana de Vysotskij titulada De profundis. Habla de un funeral y dice: “Sólo el difunto hacía su papel perfectamente”. El día es turbio, y la canción le queda bien. Mientras bajo del coche, pienso que los italianos siempre han sabido humanizar el dolor. 

Paseando hacia el restaurante, Mas me dice: “no pude acabar tu libro, Londres-París-Barcelona". Quizás lo escribí demasiado largo, respondo. “¡No! Es que lo perdí en el aeropuerto, volviendo de Belgrado”. ¿Y qué hacías en Belgrado?, pregunto, mientras observo a una señora que pasea a tres perritos. “Fui a presentar el disco hace un par de semanas”, oigo que me explica como de muy lejos, mientras pienso que la soledad quizás nos ha hecho perder un poco la moderación –¿no os habéis fijado en que cada día se ven más barceloneses que van por la calle con dos o más perros de raza?–.

Volviendo a la conversación, pregunto si el concierto fue bien. “Hombre –dice Mas– es bastante impresionante actuar delante de 300 chicas serbias que chillan y cantan en catalán.” Por un momento lo veo encima del escenario y me viene a la cabeza una canción de su disco dedicado a Verdaguer. “Mig segle fa que pel món vaig camina que camina, per escabrós viarany, vora el riu de la vida”. ¿Eso cantan? La mayoría de su público serbio estudia lenguas románicas. Pero me aclara: “No darías crédito de la cantidad de jóvenes que estudian catalán en Belgrado y lo bien que lo hablan.” 

Es bonito que la cultura catalana triunfe en Serbia, destruye un montón de tópicos. El lector de catalán de la Universidad de Belgrado que ha montado el concierto de Mas, ya lo llevó en el 2013 a presentar su disco Les cançons tel·lúriques. La conexión con el público fue tan intensa que hizo amigos en la ciudad. Durante unos metros, me los describe con mucha gracia poniendo el acento en los aspectos pintorescos. De repente, vuelve a mi libro y comenta: “Escucha, no me he quitado de la cabeza eso que dices que las mujeres catalanas están traumatizadas de tanto enamorarse de hombres de un país que ha perdido todas las guerras.” 

–¿No es verdad? 

–Seguramente, la amiga que nos acoge cuando vamos a Belgrado siempre dice que soy un pulpejo. 

–La memoria de la guerra debe estar viva allí –digo mientras atravesamos la calle en rojo: parece que todo el mundo esté de vacaciones menos nosotros. 

–Y tanto que está viva. Y algunos volverían –me dice con un escalofrío de miedo y de admiración.

–Deben estar fastidiados. 

–Como perdieron han quedado como los malos de la película. El Ministerio de la Guerra todavía tiene los agujeros que dejaron los bombardeos de la OTAN. También tienen expuesto como un trofeo los trozos de un avión invisible norteamericano que abatió a un coronel del ejército. Y hacen camisetas con la cara del asesino del Archiduque de Austria, que consideran un héroe. Sí que están un poco resentidos.

Serbia es un magnífico grano en el culo de la identidad europea. Hoy nadie se acuerda de las masacres que su población sufrió a manos de croatas, alemanes y austríacos en la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Hablando de Belgrado y sus amigos, Mas me dice: “Supongo que me entiendo con ellos porque son una especie de carlistas del siglo XX. Aun así, mi amiga tiene razón y, a su lado, yo soy un tio muy blando.”

No sé si es blando. Siempre me ha dado la impresión que se toma poco seriamente y que los discos son la mitad de buenos de lo que podrían ser. A mí me gustan las canciones que van al grano, y las letras que son claras y directas. Mas no se hace el interesante torturando letras de amor incomprensibles. Pero se esconde detrás del folclore y los arreglos y al final son pocas las canciones en las cuales deja alguna cosa realmente suya.   

"¿No crees que siempre hay una distancia artificial, incluso un poco insolente, entre tú y las canciones que cantas?", le pregunto ya sentados en el restaurante. Mas tiene tiempo de pensar porque la camarera aparece para tomar nota. “Quizás sí que me escondo o me contengo, o que no soy lo bastante directo. Cuando era joven aspiraba a desnudarme. Esta idea la tenía mucho en la cabeza, pero cuanto mayor me hago más detesto el conflicto. No me gustan los encaramientos –me dice–. Me siento incómodo si me parece que he dicho algo que pueda ofender.

Detrás de su capa de bondad y de ternura –me explica– hay otro yo con una visión muy cruda y fría de las cosas. "No es que me importe desnudarme –insiste–. Pero ¿qué necesidad tenemos de hacer daño a la gente que nos rodea?” Bukowski no cantaba, pero tiene aquel poema sobre la vida del artista que se llama Roll the dice y que empieza “If you're going to try, go all the way”. Yo siempre me lo he tomado bastante seriamente –quizás por inocencia o quizás porque en mi país todo se hace a medias. Pero me olvido de citarlo–.

–Es lo que hacen todos los cantantes que han aparecido en esta conversación –le recuerdo pasando lista: Vysotskij, Leonard Cohen, los hermanos Cohen. Battiato también se desnuda–.

–¡Pero no compares, hombre! Yo soy un tío que sabe explicar historias con una buena entonación. No tengo dotes melódicas.

–Pues has salido adelante lo bastante bien.

–Porque he tenido suerte, un poco de talento y mucha constancia. 

–¿Esta es la fórmula del éxito?

–No. Si tienes un poco suerte, que es imprescindible, la constancia es más importante que el talento. Yo siempre tuve muy claro qué quería. De hecho tenía un maestro que me advertía: vigila porque los deseos se convierten en realidad. 

–¿Quién era este mentor?

–Se llamaba Luis Paniagua. Era un hippy de Madrid que fue a parar a una casa de campo cerca de Solsona. Yo lo iba a ver y era como su pequeño saltamontes. El otro maestro que tuve fue mi abuelo, que era músico de orquesta. Nos poníamos en el agujero de la escalera, que hacía reverberación, y me dejaba un clarinete del siglo XIX para que lo tocara e hiciera ruido. 

Mas me explica que de pequeño tuvo “mucho refuerzo positivo”. Mira como toca al niño, mira como pinta al niño, mira como baila al niño. “La gente tiene que tener espacio para crecer lejos de los focos”, me llama. Y recuerda que tiene grabaciones de cuándo empezó a cantar. “Mis amigos se reían de mi”, confiesa. ¿Pero qué te decían? “Que lo que hacía era una mierda. Y tenían razón. Ahora, cuando lo escucho, me estremezco”. Y si algún jovencito te viniera a ver con una grabación como estas que tú hacías los primeros años y te pidiera consejo, qué le dirías. "Lo he pensado, lo pienso a menudo, y no sé qué le diría. Supongo que le preguntaría por su abuelo o sus maestros.”

“Yo tuve la suerte –insiste– que mi abuelo era un señor mayor que tenía ganas de pasárselo bien con el nieto. Y también tuve suerte con mosén Ballarà" –recuerda de repente–. Dice que este mosén estiraba a los niños en el suelo y los enseñaba a respirar poniéndoles la mano en el bajo vientre, cosa que hoy se consideraría sospechosa, pero que le dio una ventaja decisiva respecto a otros cantantes de su generación.

Le pregunto qué queda de la Solsona de su infancia y me dice que poca cosa. “En los incendios de 1994 y 1998 los campesinos todavía iban a garrotazos con la policía, y no porque que estuvieran contra el orden, sino porque el orden eran ellos. Las masías eran repúblicas independientes de 30 personas. Ahora todos los campesinos de mi edad saben que el Estado les ha ganado la partida.”

A Mas le horroriza pensar hasta qué punto el Estado se ha metido dentro de la vida de la gente. La conversación ha entrado en espacios de una intimidad poco habituales entre dos personas que se han visto dos veces. Cuando dos hombres hablan de mujeres sin tocar prácticamente el sexo quiere decir que hablan seriamente. Los viernes –aunque sea Pascua– todos tendemos a desahogarnos, y Mas carga contra el Estado como un carlista a caballo. “Es mejor no dejar muchas pistas y que no se sepa mucho de ti. Vete a saber qué pensará la gente de aquí veinte años, qué estará bien visto y qué estará mal visto. Con la información que el Estado tiene de nosotros, se nos podrá traer en camiones. De hecho, ¿no ha sido siempre así? Si lo extraño es lo que pasa ahora, hombre, la fiesta que vivimos. Y todavía hay gente que quiere cambiarlo todo.”

–Si no te gusta que se sepa mucho de ti, ¿por qué te dedicas a la vida artística?

–No lo sé, a mí me gusta que un fin de semana de amor en la vida real se pueda convertir en todo un invierno. Pero no he venido al mundo a buscarme problemas. Ahora por ejemplo he descubierto que si en los conciertos hago un poco el payaso la gente se lo pasa mejor. Cuanto más me alejo de la Catalunya vieja y de los cristianos viejos, más me tengo que esforzar en hacer bromas para que el público me aguante los conciertos. Equivocarse y degradarse uno mismo ayuda a hacer que la gente disfrute las canciones más duras. 

–El mundo es así.

–Exacto, y no tengo ningún problema. Yo aspiro a ver crecer a mis hijos y a poder morirme tranquilo, cerca de un río, sin hacer nada.

–¿No es sólo un decir, verdad?

–No, no. De jovencito ya quería ser eremita. Aunque es verdad que Ramon Llull lo probó y duró un mes.

(El próximo 20 de abril, Roger Mas tocará en el Auditorio de Barcelona dentro del Festival del Mil·leni)