“Era cuestión de tiempo”. La frase, venida desde Barcelona a través de WhatsApp, me sacudió. Es cierto que desde hace algunos años se sabía que podía ocurrir un atentado en esa ciudad, pero uno nunca está preparado para eso. Tampoco para enterarse de que unos jovencitos son los autores materiales del ataque: chicos de origen marroquí criados en Catalunya, entre los 17 y los 24 años de edad, cooptados por un imán radical.

Me sorprende aún más una de las interpretaciones en torno a ellos. Tanto algunos funcionarios del Gobierno español como medios de comunicación han deslizado la insinuación de que los chicos de comunidades musulmanas en Catalunya pueden ser más propensos a la radicalización debido a que tienen “una doble dificultad”, como lo define la televisión alemana Deutsche Welle, porque “[Catalunya] tiene su propia rivalidad con el Gobierno español y la doble identidad que eso produce hace que la integración de los inmigrantes sea aún más difícil”. Esta afirmación se hace tras una entrevista con Fernando Reinares, autor de un informe sobre Daesh en España para el Instituto Elcano, un think tank gubernamental.

A mediados de 2016 pasé algunas semanas en España, con el apoyo del International Center for Journalists (ICFJ), para realizar una investigación sobre jóvenes inmigrantes. Mi objetivo era entrevistar a chicos que llegaron siendo menores de edad y que han pasado la mayor parte de su vida ahí, sobre los elementos que conforman su identidad y sobre su concepto de país, patria y hogar.

Quienes llegan de Latinoamérica pueden solicitar la ciudadanía española tras dos años de residencia. Si vienen de otros países, incluido Marruecos, tienen que esperar diez años

En este proceso tuve largas conversaciones con más de treinta jóvenes de entre 16 y 26 años de edad en Madrid y Barcelona. Algunos eran originarios de países latinoamericanos y otros de países africanos, la mayoría de Marruecos. Es difícil pedir a los jóvenes que hablen de algo tan complejo como su identidad, pero en este primer acercamiento obtuve información que me parece pertinente considerar ahora.

España tiene un patrón de inmigración similar al de Estados Unidos. En ambos países el porcentaje de población inmigrante es de alrededor del 13%, aunque en España la idea de ser “un país de inmigrantes” aún no prende. Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre ambos países: en España, las familias migrantes pueden obtener una residencia legal a través de un contrato de trabajo y, gracias a la ley de reagrupamiento familiar, pueden llevar a sus hijos con ellos, por lo que la mayoría de los chicos inmigrantes en España gozan de un estatus migratorio regular.

Todo muy bien hasta ahí, excepto porque la ley española maneja un rasero diferente para los inmigrantes según su país de origen. Quienes llegan de países latinoamericanos pueden solicitar la ciudadanía española tras haber residido dos años en el país. Sin embargo, para los inmigrantes de otros países, incluido Marruecos, tienen que pasar diez años. Así es pese a que la población inmigrante marroquí es la mayor del país –750.000 personas, la mayoría de entre 20 y 40 años– y también la que lleva más tiempo en él.

Como parte de mi investigación, charlé con Abdelaziz Allaouzi, integrante de la Fundación Ibn Battuta. Me dijo que, en España, y en general en Europa, el reto es dejar de ver a los migrantes en términos de utilidad laboral y verlos como ciudadanos, reconociendo sus creencias, sus distintas formas de ver la vida, su origen, sus tradiciones.

Me llamó la atención que, en general, los chicos con los que conversé en Catalunya no recuerdan haber sufrido un gran shock al llegar a la escuela o en la nueva sociedad

Algunos de los testimonios que compartieron los chicos conmigo dan cuenta de esto. Mientras conversan, casualmente van mencionando detalles que son parte de su cotidianeidad, dinámicas con las que han crecido. Si una persona sube sin pagar al tren, alguien comenta “¡estos ecuatorianos no pagan!” o “¡estos moros de mierda!”, sin saber si quien lo hace efectivamente es de esa nacionalidad. Quienes son latinos están familiarizados con la palabra “panchito” para describirlos. En el caso de los marroquíes, la palabra “terroristas” les duele, pero ya no les sorprende.

La mayoría de los jóvenes con quienes conversé coincidieron en que el término “español” suele usarse en su entorno para referirse a quienes tienen la piel blanca; una descripción que tiene que ver más con el aspecto físico que con el lugar de nacimiento.

Una parte de mis entrevistas estuvo dedicada al proceso de adaptación al nuevo país. Me llamó la atención que, en general, los chicos con los que conversé en Catalunya no recuerdan haber sufrido un gran shock al llegar a la escuela o en la nueva sociedad, a diferencia de los chicos con los que hablé en Madrid, que dijeron haber sufrido durante su incorporación al sistema escolar.

Fátima, llegada de Marruecos a Barcelona con cinco años, recuerda como su mayor ruptura el momento en que empezó a cubrirse con el velo. Anisa, quien llegó a los tres años, recuerda la dificultad que representó para ella, siendo tan pequeña, usar un WC europeo. Las experiencias más difíciles de los jóvenes marroquíes tenían que ver más con la adaptación a la forma de vida en Europa que con el hecho de insertarse en la sociedad catalana. Más aún: Mamoud, un chico con el que hablé en Ciutat Vella, me dijo que aprender catalán le había ayudado a sentirse parte de su comunidad. Anisa, que trabaja en una cafetería en el Poblenou, piensa que los programas de inmersión lingüística de las escuelas catalanas igualan a todos los inmigrantes, porque incluso los latinoamericanos deben pasar por ahí.

Los jóvenes inmigrantes son biculturales y binacionales; quienes viven en Catalunya hablan al menos dos idiomas, la mayoría tres, y poseen la entereza de quien ha tenido que iniciar una vida en un nuevo país

Una experiencia grata fue conversar con representantes de la Concejalía de Derechos Civiles y Ciudadanía de Sabadell. Me recibieron con el paquete de bienvenida para nouvinguts, donde hay información en más de ocho idiomas sobre cómo acceder a los servicios de la ciudad, incluida la enseñanza del español y del catalán. Descubrí que han realizado programas para estudiar cómo perciben los jóvenes a la población inmigrante; para gestionar la diversidad de creencias; para organizar jornadas de puertas abiertas en los centros de culto, y que existe una Comisión de la Convivencia para combatir el racismo, la xenofobia y la homofobia con herramientas sociales, legales y policiales. Las personas con las que charlé recordaban casos ocurridos en la comunidad y hablaban de la gente como si fueran sus conocidos de siempre.

Recordé entonces algo que me dijo Abdelaziz Allaouzi: “En Catalunya hay mejores recursos que en Madrid respecto a la comunidad marroquí, con mucha diferencia. Aquí en España, son Catalunya y el País Vasco los que tienen una sensibilidad diferente a propósito de la inmigración en relación con otras comunidades. En eso, son más europeos que Madrid”.

Ante lo ocurrido en Barcelona y Cambrils es preciso ver a los jóvenes hijos de inmigrantes en cualquier lugar de España, nacidos en ese país o llegados siendo menores de edad, no como el otro, sino como parte viva de una comunidad en transformación. Me parece que explicar la radicalización de un pequeño sector de esta población a partir de las pugnas políticas y de los nacionalismos es simplista, reflejo de una miopía que impide ver los retos que enfrentan a diario y el talento con el que los superan. Los jóvenes inmigrantes son biculturales y binacionales; en el caso de quienes viven en Catalunya hablan al menos dos idiomas, la mayoría tres, y poseen la entereza de quienes han tenido que iniciar una vida en un nuevo país. ¿Qué espera España, Europa, para reconocer su diversidad cultural, religiosa, racial, como un activo y no como un obstáculo, para terminar de verlos como suyos?

Pienso que una ley del Estado español que otorga la ciudadanía a un joven marroquí ocho años más tarde que a uno ecuatoriano, o una sociedad que grita insultos por la calle según el país de origen o el color de piel, tienen un efecto mayor en cualquier chico que un hipotético conflicto de identidad provocado por los egos de dos gobiernos. Lo que radicaliza es la indiferencia y la falta de empatía, no la pugna por decidir qué pone tu DNI. No seamos condescendientes con ellos, que su temple puede con eso y con más; solo falta que quienes lo tienen que reconocer estén dispuestos a verlo.

Supongo que eso también es cuestión de tiempo.

 


Eileen Truax es periodista mexicana especializada en migración y vive en Los Ángeles. Es autora de Dreamers: An Immigrant Generation's Fight for Their American Dream y en breve publicará Mexicanos al grito de Trump, historias de triunfo y resistencia en Estados Unidos.