Eran la gran esperanza blanca de la izquierda europea. Lucían, precisamente, ajustadas camisas blancas sin corbata, expresión de la pulcritud de sus formas, el atractivo de sus figuras, la proximidad de sus liderazgos y la modernidad de sus planteamientos. Sin embargo, lejos de dominar el continente e imponer un nuevo relato –como habían previsto en aquella foto de septiembre del 2014 en Bolonia-, la historia los ha devorado con una facilidad que pone en cuestión el supuesto dominio de la llamada nueva política, incapaz de leer con exactitud el latido de la sociedad y su demanda de que realmente sea nueva y no un restyling.

El Club de las camisas blancas –como lo bautizó Enric Juliana– tenía un tridente estelar formado por el entonces primer ministro italiano, el prometedor Matteo Renzi; el primer ministro francés y aspirante a presidente, Manuel Valls; y un Pedro Sánchez que todavía no era consciente de la amenaza real que suponía la capacidad de penetración del flamante Podemos y, ahora, la de Ciudadanos, para sus aspiraciones de saltar a la Moncloa. El club tenía dos actores secundarios: el presidente del Partido Socialista Europeo, el alemán Achim Post, y el secretario general de los socialdemócratas daneses, Diedrik Samson, que no alteraban que el núcleo central del grupo fuera latín con la aparente intención de plantar cara a la política económica del eje Berlín-Bruselas.

Valls Renzi Sánchez

Tenían que ser los referentes de la nueva izquierda europea y han caído en desgracia por incapacidad de articular propuestas reformistas atractivas para las clases medias

Poco más de tres años después de aquella foto, dos de los tres miembros del tridente están fuera de combate y lo único que entonces no tenía responsabilidades de gobierno continúa con las mismas escasas posibilidades de alcanzarlo. Los que tenían que ser los referentes de la nueva izquierda europea han caído en desgracia, no tanto por un cambio de contexto y coyuntura, sino más bien por la falta de consistencia de sus relatos y la debilidad de sus liderazgos, pero, sobre todo, por la incapacidad de articular propuestas reformistas realmente atractivas para las clases medias de sus respectivos países. Eran, fundamentalmente, un producto del marketing.

El caso más evidente y próximo, el de Pedro Sánchez, resulta bastante ilustrativo: en el 2014, al lado de los otros miembros del Club de las camisas blancas, abanderaba un modelo socialdemócrata como alternativa a un PP que había confundido la mayoría absoluta con un cheque en blanco. En todo este tiempo, Sánchez ha cambiado el guion de su relato a conveniencia: primer socialdemócrata, después un patriota constitucional (con bandera española de grandes dimensiones incluida) y, acto seguido, un izquierdista sin matices para acercarse a la masa social de su desorientada militancia. En tres años, el guion ha cambiado continuamente de línea como resultado del vacío de su propuesta real. La de Pedro Sánchez, ciertamente, es la única de las tres tarjetas del tridente caído en desgracia que no ha sufrido un porrazo electoral considerable, fundamentalmente, porque nunca estuvo en la cima, a diferencia de los premiers francés e italiano. Pedro Sánchez estaba tan lejos en el 2014 de llegar a la Moncloa como lo está ahora.

Su caída en desgracia es muestra de la fragilidad del marketing político cuando no va acompañado de relatos creíbles que generen confianza

Al lado de Sánchez –que, de hecho, era más bien un telonero– las dos grandes banderas del club resultaban ser Manuel Valls y Matteo Renzi. Tres años después, los dos representan la cara más triste –y oscura– de la política. Valls fue derrotado en primera ronda en las primarias de un Partido Socialista francés que sólo alcanzó el 6,3% de los votos en las Presidenciales. Sin aceptar la derrota, buscó refugio en la que estaba predestinada a ser la nueva mayoría presidencial de Emmanuel Macron, pero no recibió bastante apoyo para ser aceptado en un nuevo partido que, precisamente, buscaba cuadros con experiencia para compensar las debilidades que en este sentido exhibían la mayoría de sus candidatos. Hoy, el antiguo primer ministro que se pensaba que Francia caería rendida en sus pies, es –a pesar de su relativa juventud– un simple ex que no encuentra consuelo en el país donde ha ejercido su trayectoria política y tiene que cruzar los Pirineos para actuar como cabeza de cartel de manifestaciones nacionalistas que no consiguen convocar ni a 10.000 personas.

Como Valls –que acabó traicionando a su mentor, François Hollande-, a Matteo Renzi lo perseguirán dos hechos de por vida: el primero, la manera como accedió a primer ministro, sin ganar unas elecciones y haciendo de Judas a Enrico Letta, uno de los pocos dirigentes brillantes que Italia ha tenido en los últimos veinte años al frente del gobierno (los otros dos son il professore Romano Prodi y el accademico Mario Monti). Y la otra, la soberbia con la que convocó el referéndum para aprobar las reformas administrativas, como si fuera un individuo por encima del bien y el mal. Los italianos lo castigaron con un rotundo 60% de votos negativos. A pesar de todo, Renzi no tiró la toalla y movió hilos para mantener el mando del Partito Democratico. El resultado volvió a ser implacable: en las elecciones legislativas del 4 de marzo, el PD recibió sólo el 20% de los votos, el porcentaje más bajo desde su refundación, iniciada a consecuencia de la caída del muro del Berlín y el proceso de Mani Pulite.

Valls, Renzi y Sánchez se quisieron presentar como los abanderados de la nueva política, pero acabaron ejerciendo la peor cara de la política: la que sólo busca el poder por el poder, lejos del sentido de la sociedad y sin capacidad para efectuar las reformas efectivas para la ciudadanía, especialmente las clases medias, que son las que hacen avanzar las economías productivas (y ganar elecciones). Su caída en desgracia es una muestra de la fragilidad del marketing político cuando no va acompañado de relatos realmente creíbles y que generen los niveles de confianza necesarios.