El título principal de El País es una definición fabulosa de este jueves 19 de noviembre en el Congreso de los Diputados y, por extensión, muestra ideal de la cultura política española del trágala. Pactos, sólo con la tribu. Sentarse a negociar con la oposición —no digamos con los actores de la vida pública afectados—, es debilidad, claudicación, deshonor. Pactar es derrota, ultraje, traición. En España, acuerdos amplios sobre materias de fondo no se ven quizás desde los tiempos de la entrada a la Comunidad Europea, antes de 1986. Por eso es tan díficil saber de qué se habla cuando se habla de "lo que nos une".

En línea con este comportamiento, ayer se aprobó la Lomloe o "Ley Celáa", la octava ley educativa de la democracia. Una cada cinco años. No hay una sola promoción de alumnos que haya empezado y acabado la escuela con la misma ley. Ni una de las ocho se ha redactado con un consenso suficientemente amplio para que sea duradera. Aquí sirve recordar que la llei d'ensenyament de Catalunya del 2009 aún está vigente. La votaron PSC, ERC, CiU e ICV-EUiA (los ecosocialistas se abstuvieron en el preámbulo y votaron contra dos títulos). PP y Ciutadans, el 12,6% del Parlamento, la rechazaron por el tratamiento de la lengua.

La ley Celáa recibió 177 votos, uno más que la mayoría absoluta. Su futuro es descriptible: campaña en contra, Tribunal Constitucional y, si sobrevive, sustitución apenas se vote una mayoría diferente. Todo para demostrar que cuando un gobierno español, del color que sea, se arranca a redactar una ley educativa, no tiene en la cabeza el éxito de los alumnos y la mejor gobernanza del sistema escolar, sino afán de control, de venganza y de imposición de sus manías doctrinales o pedagógicas. Quien más perjudicado se siente esta vez es la enseñanza concertada (en Catalunya supone más del 35% de los alumnos), que es quien paga los platos rotos de todas las leyes educativas promovidas por el PSOE, solo o en compañía de otros.

La segunda mayor noticia de portada de El País informa de que el Tribunal Constitucional ha validado casi toda la ley mordaza del 2015 (realmente se llama Ley de protección de la seguridad ciudadana). Esta ley, y la reforma del Código Penal de aquel mismo año, legalizan "la devolución en caliente" de los migrantes, por ejemplo, y numerosas restricciones a las libertades de expresión, de manifestación y de información. En su día pidieron su derogación Maina Kiai, relator de la ONU para los derechos de reunión y asociación; Amnistía Internacional, Human Rights Watch, el International Press Institute, la Plataforma en Defensa de la Libertad de Información y una lista interminable de expertos en derecho y entidades pro derechos humanos.

La ley mordaza penaliza medio centenar de conductas de protesta social o política con sanciones administrativas, es decir, aplicables gubernativamente sin necesidad de proceso judicial. Aquí no existe la presunción de inocencia y, por defecto, se da por buena la versión policial. Aquella ley y aquella reforma han amparado a las fuerzas de seguridad y al aparato judicial en casos como los asaltos policiales del 1-O, las condenas a los jóvenes de Altsasu, a los raperos Valtònyc y Hasél, a Títeres desde Abajo... y otros casos poco mediáticos que encajan igual en el mismo patrón represivo de la disidencia: las movilizaciones contra el soterramiento del tren en Murcia, la panadera sancionada por decir en Facebook que la policía no la atiende o la periodista multada por rebasar un cordón policial imaginario. También el millón de multas de más de 600€ impuestas por saltarse los confinamientos. Todo eso dice el Constitucional que es ídem. Este es tu país.

¿Sabes cómo se aprobó la ley mordaza? Pues con los únicos votos del PP en el Congreso, que entonces eran 189. No escucharon a nadie, no negociaron con nadie, no acordaron con nadie. El Mundo, que hoy habla de "la peor fractura de la democracia", quizá con razón, entonces no dijo ni mu. En España, de momento, las cosas se hacen así. Trágala.

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