El documental Las cloacas de Interior de Jaume Roures es un trabajo de investigación que apela a la esencia misma del género: hacer visibles realidades que quedan escondidas al conocimiento del espectador. Toda obra documental tradicionalmente se ha asociado con la revelación de una determinada verdad, y ahora, cuando hay un mayor acceso a la información pero también una mayor conciencia de su tergiversación, el género ha recuperado su tradición más combativa, porque ha acabado erigiéndose en un reducto para explicar cosas que hay quien no quiere que se explique. A partir de entrevistas y un hábil montaje que permite reconstruir un verdadero poliedro cronológico y periodístico, el documental de Roures indaga en la conversión del Ministerio del Interior en un gobierno a la sombra que ha dado de la guerra sucia su razón de ser, hasta el punto de laminar libertades individuales y colectivas. Está, en este retrato de las malas prácticas del Ministerio, la constatación que se forjan realidades paralelas en que se actúa impunemente contra todo aquello que no gusta del otro. Durante mucho tiempo, habíamos creído que las conspiraciones en la sombra y los contrapoderes eran más propios de la distancia que de la proximidad, o bien lo atribuíamos a unos mecanismos más habituales en la ficción, porque no teníamos bastantes herramientas para entender los matices y las manipulaciones de un determinado relato oficial.
Es por eso que lo más inquietante del documental es que visibiliza perversiones del sistema sobre las cuales la ficción, preferiblemente la televisiva, nos advierte desde hace mucho tiempo. La idea de una organización política en la sombra que trabaja a espaldas de las instituciones para ganar guerras ideológicas es habitual en cine y televisión. La política norteamericana, y sus episodios más traumáticos, han contribuido decisivamente a la confección de este molde narrativo. El asesinato de Kennedy, Vietnam o la guerra fría generaron infinidad de títulos que, desde diferentes posiciones ideológicas, ejemplarizan toda una era de ficciones políticas. La versión moderna de este concepto viene marcada por los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando se rompen definitivamente las fronteras de la visibilidad (es decir, cuando el espectador ve torpedeados los límites de la representación del horror) y se instala la sensación que los mecanismos de decisión del mundo occidental trascienden, más que nunca, aquello que mal denominamos realidad. Alguna cosa se nos escapa, y vemos a las ficciones una recreación de aquello que se nos esconde.
Es por todo eso que se ha devuelto especialmente habitual a la ficción televisiva moderna, porque las series son el espejo en el que más se refleja al espectador para probar de entender su contexto sociopolítico. Alias, la serie que catapultó a J. J. Abrams como autor de referencia, fue una de los primeros del milenio a plantear la posibilidad de una falsa CIA que entrena agentes dobles sin que estos lo sepan, con la finalidad de controlar los conflictos geopolíticos y decidir el rumbo del mundo. Desde entonces, este patrón conspirador formado por grupos políticos, mediáticos y económicos que ejercen un contrapoder mucho más devastador que el oficial se ha ido reproduciendo en numerosas producciones, preferiblemente norteamericanas. Lo encontramos en 24, donde el agente de la CTU Jack Bauer llega a descubrir que el mismo presidente (Charles Logan, sin duda uno de los mandatarios más políticamente incorrectos de la televisión contemporánea) ha creado un comité ejecutivo paralelo por poder barrer todo aquel que le cuestiona su política interior y exterior; lo hemos visto en Homeland, donde los colaboradores directos de las altas instancias políticas y las agencias gubernamentales se estructuran en organizaciones clandestinas para condicionar las decisiones de la Casa Blanca; o en la extraordinaria Rubicon, en que un analista encuentra pruebas que una sociedad secreta provoca sucesos globalmente para sacar rédito económico de sus consecuencias.
Esta sistematización de los poderes en la sombra ha provocado incluso una singular dialéctica entre series en emisión. Por una parte, The blacklist, serie producida y protagonizada por James Spader, muestra un grupo de poderosos bautizados como La Camarilla que ha establecido un nuevo orden mundial basado en la cronificación de la guerra sucia para teledirigir o derrocar gobiernos. Por la otra, Sucesor designado explica una conspiración, promovida por diferentes representantes políticos, económicos y militares, para poner a un presidente manipulable en la Casa Blanca y así poder entregar todas las guerras pendientes. Son, en todos estos casos, visiones más o menos sublimadas, solo que en la actualidad está la certeza generalizada que la ficción acierta más de lo que nos pensábamos, e incluso se queda corta. Porque somos conscientes, como nunca lo habíamos estado, que las cloacas reales y las ficticias huelen igual de mal.
El principal mérito de Las cloacas de Interior radica en su capacidad de proyectar que lo que en ficción nos parece hipotético, en la realidad es tangible. Que ha pasado y pasa; pasa aquí y pasa ahora. Tal como se define en el trabajo de Roures, hay un gobierno en la sombra que actúa impunemente, un sistema corrupto que excluye a los decentes. Exactamente igual que lo que vemos en todas estas series, donde sus héroes, sin excepción, encarnan el único antídoto posible: la verdad.