Que el próximo 1 de octubre no habrá referéndum podemos entenderlo como una preferencia, una tendencia o una predicción.

Una preferencia

El primer ministro español, Mariano Rajoy, es a menudo descrito como alguien que prefiere la inacción como forma de resolución de conflictos. A pesar de la caricatura, dejar que un problema siga su curso sin intervenir es también, en última instancia, una decisión. Y la experiencia de la carrera política del presidente español indica que a menudo puede ser acertada para sus propios intereses. Quizás por eso ha pasado relativamente desapercibido que Rajoy haya reiterado en más de una ocasión que "no habrá referéndum". Porque eso implica justamente hacer alguna cosa. Esta preferencia del gobierno y, por extensión, del Estado español, implica una importante elección estratégica. Desde el "no hacer nada" hasta poner en juego todos los recursos coercitivos del Estado, se despliega un abanico de escenarios muy amplios. Lo que está fuera de duda es la capacidad del Estado de impedir un referéndum. La cuestión es si está dispuesto a asumir los costes y los riesgos de aplicar esa preferencia. Las acciones terroristas de este verano en Catalunya fueron una triste prueba que hizo patente la capacidad de la administración catalana —seguridad, emergencias, salud, etc.— para controlar efectivamente su territorio. Es más, hicieron frente a un escenario de alto riesgo con eficiencia y reconocimiento, acercándose a lo que el sociólogo Max Weber definió como la esencia del estado: el ejercicio eficiente y legítimo de la coerción dentro de un territorio y sobre una población concreta.

Una tendencia

La coyuntura que estamos viviendo los últimos meses puede haber resuelto este dilema que se le planteaba al Estado español. Entre proyectar internacionalmente la imagen de que no controla su propio territorio, y el desgaste que en términos de deterioro democrático y de pérdida de legitimidad puede comportar una actuación dura, violentando derechos civiles y políticos básicos de cualquier democracia, el Estado español parece haber optado por esta segunda. Una respuesta calculada y limitada a entorpecer el referéndum planeado por las instituciones catalanas podría haber conducido al ya olvidado "nuevo 9N". Optar por esta vía blanda tenía el riesgo de que hubiera una movilización electoral lo bastante alta como para que se produjera un resultado homologable internacionalmente. Más todavía cuando a pesar de apelar al boicot en el referéndum no garantiza que un grueso importante de votantes contrarios a la independencia, pero favorables a ejercer su voto, pudieran reforzar la legitimidad de la convocatoria. Al fin y al cabo, los partidos acostumbran a hablar de "sus" electores como si fueran un grupo cohesionado y dispuesto a seguir las directrices del partido —afortunadamente, la realidad no es exactamente así. Sobre todo, buscar el escenario de un "nuevo 9N" mostraría la falta de control de su propio territorio, uno de los rasgos fundamentales del ejercicio de la soberanía estatal. Con la aceleración de todos los recursos de los aparatos del Estado que se han puesto en marcha estos días, la tendencia que nos marcan los hechos es que el Estado seguirá incrementando esta presión: citaciones judiciales, intervención financiera, presencia policial, persecución de la logística del referéndum...

Una predicción

El Estado tiene todavía muchos más recursos a su alcance, que seguramente veremos en acción los próximos días. Algunos parecían de difícil ejecución pero que reaparecen, tras haberse desdibujado las líneas que delimitan la separación de poderes, como el ya famoso artículo 155 de la Constitución. Si esta tendencia se mantiene, la predicción no puede ser otra que la imposibilidad de celebrar un referéndum con las no menos famosas "garantías". El problema para el Estado español será que así se habrá puesto de manifiesto lo que ya era lo bastante evidente sino fuera por los diversos intereses partidistas: que celebrar un referéndum con todas las garantías no estaba más que en sus manos. Pero además, el riesgo que corre el Estado con este escenario es resolver un problema a corto plazo —evitar la imagen del referéndum— pero creando uno muy menos manejable y resultado todavía más incierto para sus intereses a partir del día 2 de octubre.