Coger al ministro de Sanidad, hasta entonces el segundo miembro del Gobierno mejor valorado por los españoles, y situarlo como cabeza de lista de las elecciones en el Parlament de Catalunya. Es una jugada de aquellas en las que se ve la firma de Iván Redondo, la cabeza pensante de Pedro Sánchez. Un movimiento de alto voltaje, que lo sacude todo, pero sobre todo de alto riesgo. Ha puesto toda la maquinaria del Estado, incluidas las encuestas del CIS, para inflar lo que han bautizado como efecto Illa. No es poco lo que se juegan. Sólo saldrá adelante si Salvador Illa acaba en la Generalitat. Cualquier escenario alternativo, aunque sea como líder de la oposición en el Parlament, sería un fracaso rotundo. Líder de la oposición ya lo era de facto Miquel Iceta, después de la estampida de Inés Arrimadas hacia Madrid. Es un todo o nada.

No es ninguna novedad: la agenda política catalana se ha acabado convirtiendo, desde hace diez años, en la agenda política española. El conflicto político es el elefante en la habitación siempre presente, el contexto en el que el Estado hace todos y cada uno de sus pasos. Pero las elecciones catalanas del 14-F también son una prueba de fuego para todos los líderes políticos españoles. Son batallas diferentes, pero todas las formaciones se juegan algo en ellas. Tienen mucho a perder tanto los socialistas como Podemos. Pero también en el campo de la derecha española, tanto Pablo Casado como Inés Arrimadas. La única fuerza que sólo tiene que ganar, porque parte de cero y tiene buenas perspectivas, es la extrema derecha de Vox. Una manifestación más de la carpeta catalana, en este caso la reacción ultraespañolista.

Son unas elecciones trascendentales para Pedro Sánchez, que durante la campaña del 14-F habrá visitado Catalunya hasta cinco veces y ha dibujado el debate en un "todos contra Illa". Cargarse sl ministro de Sanidad en plena tercera ola da una dimensión precisa del desafío. Son unos comicios trascendentes porque la carpeta catalana marcará el resto de su legislatura. El reto más inmediato será la libertad definitiva de los presos políticos, todavía en tercer grado penitenciario hasta que Marchena no diga lo contrario. A medio y largo plazo, sin embargo, está la mesa de diálogo, que sólo se ha reunido una vez para la fotografía en La Moncloa. El camino más fácil, pero improbable, es que en el otra lado de la mesa también hubiera los socialistas. Una presidencia de ERC sería digerible para el presidente español, aunque los republicanos ya han advertido en el Congreso que no regalarán nada. Un gobierno liderado por Laura Borràs —y eventualmente Joan Canadell- provoca ya serios quebraderos de cabeza, por las turbulencias institucionales que podría generar.

Son, también, unas elecciones muy importantes para Pablo Iglesias. Es mucho lo que tiene en juego en las urnas, especialmente después del desastre autonómico del año pasado. En Galicia, directamente desaparecieron del Parlamento mientras el BNG se convirtió en segunda fuerza: de 14 diputados a cero. En el País Vasco, los morados perdieron prácticamente medio grupo parlamentario, pasando de once escaños a seis. Los comunes en Catalunya aspiran, como mucho, a salvar los muebles. Pero una derrota electoral, acompañada de un resultado aceptable del PSC, tendría impacto directo sobre los ya dañados equilibrios del Gobierno de coalición. La formación de Iglesias quedaría todavía más empequeñecida en La Moncloa. Por eso el vicepresidente segundo ha puesto toda la carne en la parrilla, jugando incluso la carta soberanista con gestos hacia los presos y los exiliados. La misión: taponar los escapes.

Pero no sólo tiene consecuencias directas sobre el ejecutivo central. El líder de la oposición, Pablo Casado, también arrastra una derrota estratégica en Galicia —por la victoria de Feijóo- y una derrota electoral en el País Vasco. Y no sólo es que la extrema derecha de Vox le marque la agenda, sino que le está disputando, seriamente, la hegemonía de la derecha española. La moción de censura fue sólo un aviso. Una buena parte de las encuestas del 14-F prevén este sorpasso en el Parlament (partiendo de cero diputados). Podría ser la antesala de lo que podría pasar al final de la legislatura española, durante el cual los populares se verán asediados todavía por los casos de corrupción en los tribunales. La confesión de Bárcenas ha sido sólo el prólogo de un año marcado por el tsunami de causas. Por eso Casado se ha volcado en estas elecciones. Ya es la decimosexta (16.ª) semana consecutiva que pisa Catalunya, y durante la campaña habrá participado en un total de siete actos (un día sí, un día no). Ha desplegado todos sus recursos: desde su delfín Isabel Díaz Ayuso hasta su rival interno Alberto Núñez Feijóo. Teloneros para todos los públicos del centroderecha español.

Mientras Vox lo tiene prácticamente todo de cara, en cambio, Inés Arrimadas lo tiene todo de culo. Tres años después de la repentina victoria electoral del 21-D, Ciudadanos lo tiene prácticamente todo perdido. La formación ha dejado de ser vista como un partido útil. Las encuestas les dan un tercio de los diputados que tienen ahora en la cámara catalana. Un déjà vu de lo que ya pasó en las elecciones españolas del 10-N de 2019. En aquel caso, las encuestas incluso se quedaron cortas a la hora de medir el descalabro de Albert Rivera.

Todo esto, teniendo en cuenta que haya unos resultados claros en las urnas el próximo 14 de febrero, que permitan formar con facilidad alianzas para gobernar Catalunya. Si no pasa eso, la inestabilidad catalana podría pasar a ser la inestabilidad española. La votación de la semana pasada en el Congreso sobre los fondos europeos, un decreto que Sánchez tuvo que salvar con los votos ultras de Vox, fue un aviso a navegantes.