En la sociedad catalana está arraigada la creencia de que la Generalitat (su gobierno, el Parlament y toda la estructura administrativa y de prestación de servicios) tiene más poder del que realmente tiene. Por culpa de eso, muchas quejas sociales y empresariales se dirigen al Palau de la Generalitat, cuando en realidad se tendrían que expresar en otros lugares.

Es cierto que el momento actual viene dominado por las consecuencias de una crisis sanitaria y económica muy graves, con empresarios que han tenido que cerrar o que les han caído las ventas, con trabajadores despedidos y trabajadores en ERTE, autónomos desesperados por los efectos de los confinamientos y que esperan las ayudas compensatorias... En este entorno encontramos también quien aprovecha la coyuntura negativa para denunciar una supuesta "decadencia catalana", la pérdida de la condición de motor de la economía española como había sido en otros tiempos, que si Madrid avanza en PIB en Catalunya, que si esto que si lo otro.

Sea cual sea el origen de las quejas, se trata de asignar la culpa de las cosas a quien está más cerca en aquel momento. Y aquí a la Generalitat le toca recibir. No negaré que la institución no tenga su parte de cuota, pero creo que también se tendría que mirar hacia Madrid. Por los puntos que siguen.

Se pueden pedir a la Generalitat sobreesfuerzos para combatir la pandemia y facilitar la recuperación, pero, puestos a pedir, que sea un trato fiscal ecuánime

El primero es ser conscientes de que la Generalitat tiene una pequeña fracción del poder del sector público en Catalunya. La Generalitat es fundamentalmente una gestoría. El cuerpo legislativo básico vigente es del Estado, las competencias también. Los intentos de asumir más por parte catalana han chocado con una pared. Y el Estado, ante el temor de perder el control sobre determinados ámbitos, viene practicando desde hace muchos años un vaciado competencial y, en consecuencia, recentralización.

Un segundo punto es pensar que la Generalitat tiene dinero, mejor dicho, que tiene el dinero propio de un Estado, y no es así. El instrumental financiero propio es débil, por no decir irrisorio: ni los ingresos con impuestos propios son lo bastante significativos, ni se participa en la fijación de los impuestos grandes (IVA, sociedades, IRPF, especiales...), ni se recaudan estos impuestos, ni se dispone de banca pública propia, ni hay capacidad de recurrir al endeudamiento, y un largo etcétera. Estamos donde estamos y tenemos lo que tenemos. Las exigencias económicas se tendrían que dirigir a quien tiene la llave de la caja, no a aquel que gestiona las migajas.

El tercero es que nunca tendríamos que perder de vista que, económicamente, el problema más importante de Catalunya es el déficit fiscal con el Estado. Equivale al 5-8% del PIB anual (según la metodología de cálculo), entre 10.000 y 16.000 millones. Que el sistema de financiación vigente es injusto y resulta arbitrario lo han estudiado y lo han dicho un incontable número de expertos, incluido en su día el Ministerio de Economía de España, cuando era ministro Pedro Solbes. Se pueden pedir a la Generalitat sobreesfuerzos para combatir la pandemia y facilitar la recuperación, pero, puestos a pedir, que sea un trato fiscal ecuánime.

El cuarto punto que hay que recordar siempre es la categoría de trato que se permite el Estado con Catalunya. La inversión pública en infraestructuras es un buen ejemplo. Lo denuncia todo el mundo, pero en Madrid se hacen los suecos: históricamente se presupuesta menos de lo que razonablemente correspondería y, para rematarlo, sólo se ejecuta una parte. Resulta paradigmático el déficit inversor en Rodalies (que afecta a millones de personas) combinado con un AVE faraónico.

El quinto punto a tener presente al pedir responsabilidades a la Generalitat es la calidad institucional de un Estado que hace posibles los puntos anteriores. Es una muestra de rabiosa actualidad la protección a un rey emérito salpicado de corrupción. ¿Qué ejemplo es este por parte de un jefe de Estado? ¿Dónde está la igualdad ante la ley? ¿Quién paga lo que tendría que haber pagado el rey? ¿Dónde están las denuncias de Hacienda y dónde están las quejas de los empresarios, de juristas, de economistas, de académicos?

Hay que quejarse cuando toca, claro, pero sin equivocarse de destinatario.