Pocos días después de ocupar Catalunya, en febrero de 1939, la dictadura franquista promulgó la ley de responsabilidades políticas y en 1940 creó un tribunal de excepción, el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo, para ejercer la jurisdicción definida en la referida ley. Este tribunal fue sustituido en 1964 (muchas personas todavía recordarán los 25 años de paz publicitados en la primavera de aquel año por el franquismo) por el Tribunal de Orden Público, que fue transformado desde el 5 de enero de 1977 por el Real Decreto-Ley 1/1977 en la llamada impropiamente Audiencia Nacional (AN). He ahí un tribunal creado por medio de la transformación de un tribunal de excepción de un régimen autoritario, a causa de un decreto-ley promulgado por un gobierno de facto (aquel de Adolfo Suárez), pese a ser todo lo reformista y aperturista que ustedes quieran.

La única causa de la creación de la AN fue la de enjuiciar el terrorismo de ETA. Pero en las democracias liberales todos los delitos deben ser enjuiciados por los mismos jueces: los que nos pertenecen, los predeterminados por la ley, como ordena el artículo 24 de la Constitución del Estado. El error conceptual de base fue considerar a los jueces de Lleida, Barcelona, Iruña, Donosti, Ourense, València o A Coruña como jueces de segunda, personas que no eran capaces de tratar casos penales importantes. Es evidente que un reconocimiento así generaría una gravísima brecha en el centralizado Poder Judicial del Estado. Pero, cuanto menos joven soy, más pienso que esta decisión no fue un error, sino —al contrario— una medida bien calculada, parecida a otras como la de presentación de un pack global de la monarquía, de la sacrosanta unidad del Estado y de la amnistía para los crímenes del franquismo como tributos a pagar por la implementación del mal menor para el régimen: una democracia muy parcial e imperfecta.

En las democracias liberales, todos los delitos deben ser enjuiciados por los mismos jueces: los que nos pertenecen, los predeterminados por la ley, como ordena el artículo 24 de la Constitución del Estado

Desde 2011 ETA no actúa, pero nunca fue tan expansiva la doctrina de la AN (confirmada en buena medida por el Tribunal Supremo), alargando desproporcionadamente los conceptos de terrorismo, violencia política o sedición, incluso modificando arbitrariamente su jurisprudencia anterior (como hicieron para declararse competentes con respecto a la investigación en las causas contra Jordi Sànchez y Jordi Cuixart, y contra Trapero y demás mandos orgánicos de los Mossos d'Esquadra). Del mismo modo, a razón de la acusación primaria de terrorismo, avocaron la competencia para enjuiciar los incidentes de Altsasu, que finalizaron con absoluciones por terrorismo, pero con desproporcionadísimas condenas.

Fue la misma AN que condenó desproporcionadamente a cuatro militantes independentistas gallegos en 2013 y que acusó de terrorismo a trece activistas de los Comités de Defensa de la República (CDR) catalanes en 2019, en una causa que fue artificialmente destacada por la prensa centralista de Madrid, pese a estar en una situación casi previa al sobreseimiento o a su remisión a los juzgados competentes de Catalunya.

Entre el lunes 19 y el 21 de este octubre serán juzgados por la AN doce independentistas gallegos acusados de conductas absolutamente políticas, asociativas y protegidas por las libertades constitucionales, sin participación alguna en acciones violentas. El fiscal pide penas conjuntas de 108 años de prisión para ellos.

A lo largo de todos estos años, la política de provisión de puestos de magistrados y fiscales en la AN y su propia dinámica de grupo generó una doctrina jurídico-penal de alargamiento represivo de toda conducta que se considere contraria a la definición unitaria, monárquica y jerárquica del Estado, sin que sea necesario hacer muchas distinciones entre progresistas y conservadores en el devenir de este camino. La AN se constituye en un castro judicial que enjuicia y condena de forma radicalmente opuesta a como lo haría cualquiera de las audiencias operantes en los países y territorios del Estado (quizás a excepción del TSJ de Catalunya).

Los principales problemas son que el TS ratifica, apenas moderando un poco, estos desproporcionados criterios, y que ni la derecha ni la izquierda españolas nunca expresaron la primera duda respecto de esta institución judicial, impropia de una democracia europea.