Sí, ya lo sé que el título parece esnob. Pero si de vez en cuando no hago una Falguerada, reviento. Pienso en aquellas curvas que iban de Roses a Cala Montjoi y las recuerdo como la carretera de la felicidad, cuando todavía no tenía una edad para nostalgias. Mi padre hacía las cartas de vinos con Juli Soler y teníamos la paciencia de cobrar cuando podían, cuando no era el mejor restaurante del mundo. El amor, con amor se paga.

—¿Qué comeremos aquí? —pregunta mi hija de diez años, Vita.

—No, lo siento, aquí solo se come conocimiento —le contesta Lluís García.

¡Qué gusto que Lluís sea nuestro cicerone!

—¿Cómo lo hacías para organizar tantas peticiones de reservas? —le pregunta el hijo mayor de mi pareja.

Esos miles de mails con historias que le llegaban para tener esa apreciada reserva, son pura literatura. Poco a poco, voy reconociendo a la gente del equipo. Han pasado catorce años desde que cerraron El Bulli para poder abrir El Bulli. Su última cena fue el día de mi cumpleaños, el 30 de julio de 2011. Cumpleaños que comparto con mi pareja, aunque somos de añadas distintas. Justamente yo había estado allí pocos días antes y en la cocina estaba Anthony Bourdain y el chef José Andrés (que años más tarde me prologó mi libro, ganador del Gourmand World Award de educación vinícola).

La primera vez que fui a este restaurante no era ni adolescente. Como no entendí el concepto, dije alguna tontería del tipo "prefiero ir a un frankfurt". Mi familia todavía me lo recuerda. La segunda vez, la más especial. Fue una comida solo con mis padres y mi hermano, cuando ya superábamos los 27 años. En total, fueron cuatro las veces que fui a El Bulli. Las suficientes como para no querer volver si solo era un museo, la razón principal por la que he estado tres años para decidirme a visitarlo. Y sí, vale la pena. Tenían razón mi amigo el sumiller Ferran Centelles y Rita Soler, editora de Bullipedia. Gracias a esta necesidad de compartirlo todo, explotar la experiencia gastronómica bajo el sabio lema "crear no es copiar" ha sido fantástico.

El Bulli nunca fue de comer, sino de aprender y vivir una experiencia excepcional

Daniel Vázquez Sallés ha ido muchas más veces que yo. En barca, cuando abrían al mediodía, con sus padres, con sus dos matrimonios, a comer en la cocina para escribir su vivencia. Ganó incluso el Premio Sent Soví escribiendo sobre el restaurante más famoso del mundo. Cala Montjoi está preñada de demasiados recuerdos. Y de mucho más. Las cenizas de su padre, Manuel Vázquez Montalbán, descansan también allí. Fue muy emotivo verlo a él y a su hijo Daniel mirar el Mediterráneo desde la mejor mesa de la terraza, en medio del parque natural de la Selva.

—Leo, ¿poner aceite y sal en la ensalada es cocinar? Leo, ¿las abejas cocinan mientras hacen el proceso creativo de la miel? Leo, ¿decorar es cocinar? —le preguntan a mi hijo de siete años. Leo se queda tan impactado, que ha hecho una redacción para la escuela.

Estos imputs que te interpelaban intelectualmente, junto con las conexiones interdisciplinarias, es seguramente lo que más me atrae desde el punto de vista museológico del nuevo Bulli, aparte del proyecto arquitectónico para salvaguardar el espacio. Y, sobre todo, la historia que hay detrás de la comida. El Bulli 1846 en la entrada como homenaje al número de creaciones y también a la fecha de nacimiento de Auguste Escoffier. Como homenaje al teórico y cocinero francés, la última receta de las 1846 fue el melocotón Melba estilo Ferran Adrià. La revolución del neolítico fue cocinar con cerámica. Y desde entonces, la cocina es cultura. Seguramente, una de las primeras formas de cultura de la humanidad. Y no solo porque se piensa mejor con la barriga llena. El Bulli nunca fue de comer (cantidad ni con sus 44 platos), sino de aprender y vivir una experiencia excepcional. En el año 1993 apostaron por la nueva cocina. El Bulli inventó las cookies, lo sabían todo de sus comensales. En el año 2000 ya tenían un taller I+D, que fue multiplicando los bullinianos por el mundo. Y no solo desde el punto de vista culinario, también creó una forma muy peculiar de vivir la sala y el vino.