Vivimos en una sociedad que ha bautizado con anglicismos todo lo que forma parte de las tradiciones más nuestras. Por ejemplo, a un desayuno de tenedor ahora lo llamamos brunch, un híbrido entre breakfast y lunch, que no solo desprecia un buen capipota, sino que nos lo quiere cambiar por una tostada de aguacate con salmón de piscifactoría al gusto de la gente con mentalidad de expat. Una realidad, la de tratar de asumir una actividad mediante el rebautizo anglófilo, que, entre los castellanismos y los anglicismos, está reduciendo el catalán a los puntos, las comas y el resto de signos de puntuación.

Considerarla un hábito puede parecer una provocación y no es mi intención, pero la violencia escolar está tan arraigada en nuestra sociedad que ha merecido ser rebautizada con el anglicismo bullying, y me parece un esnobismo absurdo en tanto que violencia o acoso tienen una sonoridad más cercana a la realidad y a las heridas físicas y psicológicas que sufren los alumnos convertidos en la diana de las burlas, los insultos y los golpes por parte de sus compañeros. La violencia escolar no es un hecho original de esta sociedad sometida a los dictados de las redes sociales, aunque las redes han dado relevancia de estrella mediática a los maltratadores. Ustedes y yo recordamos situaciones de violencia escolar cuando éramos niños, incluso adolescentes, y si no la sufrimos, sí que, con toda seguridad, formamos parte del grupo de acosadores directos o indirectos, porque el silencio también es violencia. Cuando yo era niño, la violencia escolar estaba institucionalizada y ser víctima o verdugo dependía, como una ruleta rusa, de cosas tan absurdas como tener sobrepeso, ser afeminado, llevar el pelo largo, ser tímido, sacar mejores notas o ser el más burro de la clase. Los maltratadores, chicos y chicas, buscaban en lo diferente el motivo del maltrato, con la complicidad ciega de una escuela que no estaba tan sensibilizada como ahora con un problema que existía y que molestaba. Para el prestigio de la escuela, incomodaban más los niños maltratados que los maltratadores, y casi siempre eran los primeros los que tenían que abandonar el centro con un problema enquistado, que arrastrarían, desgraciadamente, a otros centros sin la coraza psicológica necesaria. Los maltratadores escolares huelen, como los depredadores, la sangre de los débiles. 

La violencia o el acoso escolar es parte intrínseca de la condición humana y no tiene cura

El suicidio de Sandra Peña, la niña de Sevilla que se arrojó del balcón del piso de su familia, cansada —Dios mío, qué eufemismo— de la violencia y el acoso que sufría por parte de unas compañeras de escuela, ha vuelto a poner de moda un problema enquistado. Y sí, lo califico de moda, porque en esta sociedad de la banalidad solo es noticia lo que se ve y es mediáticamente rentable, y el caso de Sandra lo es por el relato viralizado que ha hecho una familia destruida, dispuesta a denunciar unos hechos que se habrían podido evitar. El caso de Sandra pasará, como todo, a ser una mera anécdota hasta que otra “Sandra” se lance por el balcón o decida dormirse con pastillas y no despertar nunca más. Será necesario, sin embargo, que la historia tenga la misma grasa que la de la chica sevillana para gozar del eco mediático y llenar horas de tertulias televisivas o radiofónicas con frases célebres y música celestial. Desgraciadamente, asuntos como este —suicidios por maltrato— hay muchos y casi todos anónimos. De Sandra lo sabemos todo porque, una vez abierto el filón, es imprescindible buscar la lágrima cómplice del espectador u oyente. Que si Sandra era del Betis, que si la chica quería ser militar… y entre patraña sensiblera y lágrimas de cocodrilo, pasarán muchos anuncios publicitarios para hacer caja y poder pagar las nupcias en S'Agaró de las portavoces de la frivolidad.

Desde que se hizo público el caso de Sandra, la sociedad se ha disfrazado de cazarrecompensas, y se han declarado en busca y captura a las tres niñas a las que hacen responsables del suicidio. Sería muy fácil escribir aquí los nombres de las tres maltratadoras, pero si quisiera vestirme de cazarrecompensas, preferiría hacerlo como comparsa en una película de Sergio Leone. La Junta de Andalucía, el colegio Irlandesas de Loreto y los padres de las maltratadoras tendrán que apañárselas con las responsabilidades.

Lo que más conmueve de este caso es que choca frontalmente con los mandamientos que intenta imponer la escuela moderna, adoctrinada por un buenismo de pacotilla impuesto por unos psicólogos y mentes pensantes que, a menudo, tratan a los padres como a criaturas. Resulta que ahora a los niños no se les puede reñir, sino que tenemos que negociar con ellos. Ni tampoco se les puede castigar, pero sí recompensar si hacen algo bien hecho. La cuestión es que estamos construyendo los cimientos de unas criaturas incapaces de admitir el error y, por lo tanto, digerir la frustración adecuadamente, instruidos en recibir compensaciones por aquello que, en otros tiempos, sería una obligación. Y así vamos cocinando, a fuego lento, futuros psicópatas, que —a diferencia de nosotros, boomers anticuados— tienen TikTok o Instagram a disposición de sus perversidades.

Salvador Dalí, un genio con la moralidad a prueba de fusilamientos de excompañeros de juventud, hizo célebre una frase que dice: “no me importa que hablen bien o mal, lo importante es que hablen de mí, aunque confieso que me gusta que hablen mal de mí porque significa que las cosas me van muy bien”. Esto lo podría firmar el mismo Donald Trump, símbolo de una década en la que la violencia se ha institucionalizado como garante de la democracia.

La violencia o el acoso escolar es parte intrínseca de la condición humana y no tiene cura. Las precariedades de los niños y los adolescentes siguen y seguirán siendo las mismas que las de antaño, a pesar de encubrirlas con un buenismo educacional que choca con la amoralidad de un siglo gobernado por los likes. “No importa que el gato sea blanco o negro, mientras cace ratones”. Lo dijo Deng Xiaoping, otro ilustre execrable. Un like para él.