Haciendo abstracción de los distintos escándalos que estamos viendo y que están transformando el panorama político en un circo incompatible con lo que ha de ser una normalidad democrática, en el ámbito en que mejor me desenvuelvo, sin duda que vienen meses intensos, también complejos, que requerirán un sobreesfuerzo importante y, sobre todo, una serenidad que permita, en todo momento, saber dónde estamos y hacia dónde vamos.

Lo anterior es así, porque en los próximos días asistiremos a un momento determinante en el proceso de clarificación jurídica y política sobre la ley de amnistía. El 10 de junio comienzan en el Tribunal Constitucional las deliberaciones sobre la constitucionalidad de la norma. Este será el primer pronunciamiento de fondo en sede estatal, y marcará el tono del resto de los procedimientos pendientes, especialmente en el ámbito interno. Es importante comprender lo que está en juego, no solo en términos jurídicos, sino también desde el punto de vista democrático: la vigencia efectiva de las leyes y la integridad institucional de los tribunales, que se ve amenazada cuando la interpretación se transforma en resistencia política, y la aplicación judicial se convierte en una pugna ideológica.

El objeto de esa primera sentencia no es menor. El Tribunal debe pronunciarse sobre si la ley aprobada por el Parlamento se ajusta o no al marco constitucional. No está llamado a juzgar intenciones, ni a reescribir los fines del legislador. De ese pronunciamiento solo debe esperarse, con toda lógica, una afirmación de constitucionalidad y, con ella, un recordatorio firme, claro y tajante de que los jueces y tribunales están obligados a aplicar las leyes vigentes, independientemente de sus opiniones personales. La clave está en que el Tribunal recuerde que, al interpretar una ley, especialmente una de carácter extraordinario como la amnistía, debe prevalecer la voluntad legislativa sobre cualquier lectura restrictiva anclada en dogmas previos o en posturas políticas disfrazadas de argumentación jurídica y, en esto, el Constitucional deberá ser claro, sin ambages ni márgenes interpretativos que, para eso, su función es la que es.

El 15 de julio será el turno del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Ese día se celebrará en Luxemburgo la vista sucesiva de las cuatro cuestiones prejudiciales que han sido remitidas desde juzgados y tribunales españoles en relación con la Ley de Amnistía. En ellas se discuten aspectos relativos a la malversación, la desobediencia, la derivación contable y el terrorismo. Lo significativo no es solo la acumulación de materias, sino también el hecho de que el TJUE haya fijado una única sesión para tratarlas todas, señal clara de su voluntad de cerrar el debate con prontitud y contundencia. Nosotros defendimos expresamente ante el TJUE que dichas cuestiones debían entenderse como homogéneas por su objeto, finalidad y fundamento, y que la lógica jurídica más elemental exigía su resolución conjunta, para evitar contradicciones interpretativas y distorsiones procesales. Esa tesis, por fortuna, ha sido asumida plenamente por el Tribunal, que ha optado por agrupar los procedimientos y resolverlos en bloque, zanjando así el debate con claridad y autoridad.

La vigencia efectiva de las leyes y la integridad institucional de los tribunales se ve amenazada cuando la interpretación se transforma en resistencia política, y la aplicación judicial se convierte en una pugna ideológica

La doctrina del TJUE es clara en este sentido: una vez que existe una sentencia que resuelve una cuestión jurídica, no procede admitir nuevas prejudiciales sobre el mismo asunto. Así, una vez dictada la sentencia del TJUE sobre estas cuatro cuestiones —lo que puede suceder entre octubre y noviembre, después de que el Abogado General emita sus conclusiones— se agotará la vía europea para quienes pretendan utilizarla como instrumento de resistencia judicial a la amnistía. El TJUE zanjará el tema, cerrando la puerta a la estrategia de algunos sectores del aparato judicial español que pretenden utilizar la remisión prejudicial no como una herramienta de aclaración jurídica, sino como un freno político encubierto tal cual hicieron con las prejudiciales del Juez Llarena cuyo resultado siempre se han negado a aplicar.

Quedarán entonces por resolverse otras piezas fundamentales en este tablero jurídico. Por un lado, los recursos de amparo de los condenados del procés, que aún están pendientes en el Tribunal Constitucional. Por otro, el incidente de nulidad presentado ante el Tribunal Supremo por el President Puigdemont y Toni Comín, impugnando la decisión del alto tribunal de inaplicar la Ley de Amnistía en su caso. Es difícil evitar la sensación de que el Supremo está utilizando los plazos procesales como arma política. La resolución de ese incidente, que debería haber sido rápida dada su relevancia y urgencia, está siendo postergada probablemente hasta después de que el Constitucional dicte sentencia. Todo indica que el Supremo no resolverá en función de lo que le hemos planteado las defensas, sino en función de lo que resuelva el Constitucional, no para acatarlo, sino para responderle, consolidando así un clima de enfrentamiento institucional sin precedentes.

Ese conflicto entre tribunales no es jurídico, es político. Es el reflejo de una lucha soterrada por el control de los límites del poder en el Estado. Quienes desde el poder judicial han decidido oponerse a la Ley de Amnistía no lo han hecho con argumentos jurídicos sólidos, sino desde una posición de defensa de un orden político que consideran amenazado. Para estos sectores, la unidad de España no es un principio constitucional más, sino el núcleo absoluto e intangible de su misión institucional. Y en defensa de esa unidad, creen legítimo forzar la interpretación de las leyes, negar su aplicación o incluso redefinir las funciones del juez, que ya no sería un aplicador del derecho sino un custodio de una idea política.

Se trata de preservar la arquitectura del Estado de derecho. De proteger la separación de poderes frente a quienes, desde dentro, pretenden erosionarla con pretextos jurídicos al servicio de fines políticos

Este desplazamiento del derecho hacia la ideología es peligrosísimo. Supone la transformación de los tribunales en foros políticos, donde se discuten los fines del legislador como si se tratara de un parlamento paralelo, y se resuelve no en función del derecho vigente, sino del miedo al precedente político que pueda generar la ley. La pretensión de inaplicar la Ley de Amnistía, cuando el Parlamento la ha aprobado por mayoría absoluta, y cuando cumple los estándares constitucionales y europeos, representa un vaciamiento de la función jurisdiccional. El juez que se niega a aplicar la ley no está haciendo justicia: está usurpando el poder legislativo.

Por eso, lo que está en juego es mucho más que el contenido de una ley concreta. Se trata de preservar la arquitectura del Estado de derecho. De proteger la separación de poderes frente a quienes, desde dentro, pretenden erosionarla con pretextos jurídicos al servicio de fines políticos. La constitucionalidad de la Ley de Amnistía es defendible desde múltiples argumentos: responde a un fin legítimo de reconciliación política, persigue objetivos de utilidad pública reconocidos por la jurisprudencia constitucional, y no afecta a los límites materiales del orden constitucional. En el ámbito europeo, su conformidad con el Derecho de la Unión resulta igualmente clara: no viola el principio de legalidad penal, no interfiere con normas de protección de los intereses financieros de la UE, y respeta las competencias nacionales en materia de justicia.

A partir de este mes de junio, y durante los próximos meses, se irán desmoronando los argumentos de quienes han sostenido, sin base real, que la ley era inconstitucional o contraria al Derecho Europeo. Esa demolición jurídica dejará al descubierto lo que realmente ha estado detrás de la resistencia: una batalla política por el control de la narrativa del Estado. Y es precisamente esa batalla la que deslegitima las instituciones judiciales, las expone al descrédito, y las separa del principio de neutralidad que debería guiarlas. Porque cuando un juez actúa como militante, pierde autoridad moral y destruye la confianza de la ciudadanía en la justicia.

Es urgente devolver la política al ámbito de la política. La Ley de Amnistía es una decisión política que se ha canalizado mediante los cauces legales y constitucionales previstos. Corresponde ahora a los tribunales garantizar su aplicación, no cuestionarla. De lo contrario, la anomalía no será la ley, sino el funcionamiento mismo del sistema judicial. Y entonces, el problema ya no será si la amnistía es legítima, sino si son legítimos los planteamientos de quienes, desde el interior de las instituciones, se niegan a respetar las reglas de juego que las fundan. La historia será muy clara con eso.