Cuando Joan de Sagarra afirmó que su padre nunca le habló de Vida privada, guardé silencio, porque yo no soy Joan de Sagarra. Cuando dijo que los jóvenes de hoy no conocen quien fue Josep M. de Sagarra, guardé silencio, porque ya tengo treinta y cuatro años. Cuando dijo que los 'periodistas del internet' tampoco saben nada de su padre, guardé silencio, porque yo no trabajo de periodista. Cuando afirmó que ni siquiera los filólogos saben leer entre líneas la historia de los Lloberola, sin embargo, tuve que hablar, ya que yo sí que soy filólogo. Cuando don Joan me saludó diciendo "¡Hola!" mientras se apoyaba en su bastón, le confesé que esta columna periodística escrita por alguien relativamente joven se llama Café, copa i piti en homenaje al Café, copa i puro de su padre y le dije que no sufriera. Que no fuera tan anacrónico. Que no lo viera todo tan negro. Que Josep M. de Sagarra no lo querría así, a buen seguro, ya que si alguna cosa fue Sagarra es un autor tan moderno que entendió que la literatura catalana, guste o no, también tenía que ser divertida y popular, que es la manera antigua de etiquetar aquello que con el capitalismo se conoce como comercial.

Todo eso pasó el jueves pasado en la coctelería JOK durante la presentación del nuevo Vida privada, la reedición del primer best-seller de nuestras letras, editado magníficamente por Barcino dentro de la Biblioteca de Clàssics Catalans. El bar es como un escondite secreto, ya que es el principal de un piso señorial del Eixample y solo se puede entrar si el portero te abre la puerta, quizás por eso siempre que voy tengo ganas de utilizar monóculo, llevar un reloj de bolsillo y conspirar contra Eduardo Dato. Vida privada retrata un mundo así, sin duda, pero si alguna cosa consigue la novela es crear literariamente lo contrario de lo que el JOK y su privacidad representan, ya que Sagarra "tira al suelo las paredes de la clase alta barcelonesa", como definió muy bien Narcís Garolera. En efecto, el libro deja al descubierto aquello que pasa en las casas de la gente y permite a todo el mundo, ricos y pobres, viejos y jóvenes, colarse en la vida íntima de una familia como los Lloberola y de tantos otros personajes barceloneses del momento, seguramente por eso generó controversia, críticas furiosas y un fuerte alboroto público.

Sagarra fue tildado de enfant terrible no solo por haber narrado las vergüenzas de la aristocracia o los vicios secretos de la burguesía catalana, sin embargo. Era 1932, justo el año que se publicó el Diccionario General de la Llengua Catalana, pero Vida privada mostraba una lengua coloquial y tan llena de neologismos que Pompeu Fabra, cuando recibió el libro, se puso las manos a la cabeza y se pasó una tarde entera subrayando palabras como xarleston, esnobisme, fer el tifa, gigoló, gin, sandvitx o pòquer. En una literatura que hasta aquel momento tenía una nula tradición novelesca de éxito, la novela lo petó principalmente porque se alejaba de los postulados estéticos del Noucentisme y estaba escrita pensando en todo tipo de lectores, desde los burgueses del Eixample hasta los obreros de Sants pasando por los que trabajaban construyendo el metro y vivían en el Xino. Un libro que podía leerse, vaya, ya que estaba escrito en 'el català que ara es parla', como diría Pitarra.

Hoy la chavalada diría que Sagarra padrea, aunque paradójicamente su hijo nunca consiga entender qué significa la expresión, me temo. Se tiene que ser muy 'padre' para escribir un libro en siete semanas y tejer 300 páginas llenas de escenas que hoy serían aquel meme de 'problemas de rico'. Se tiene que ser muy 'padre' para hacer todo eso literaturizando la clase social de la cual tú provienes y esconderte tan poco que en un fragmento, incluso, leemos que "El señor de Llinàs jugaba todas las tardes con don Josep Rocafiguera, con un aragonés llamado Ceballos y con el abuelo del autor de este libro". Se tiene que ser muy 'padre', padrísimo, para escribir una novela transversal sobre Barcelona y que casi un siglo más tarde todavía nadie haya conseguido desbancarla como 'la novela de Barcelona', por más que los Marsés, Rodoredes, Mendozas, Monzós o Casavellas de turno lo hayan intentado. Por eso es injusto que cueste tanto, todavía, considerar Sagarra un auténtico gigante de las letras catalanas, que es la manera clásica y boomer de etiquetar a los putos amos que padrean.

Si Barcelona late con voz propia a través de los personajes que llenan el libro es porque estos personajes, al fin y al cabo, son idénticos a las personas que habitan la ciudad. Vida privada es una novela barcelonesa, pero sobre todo barcelonista, ya que para quién la escribe, Barcelona es la ciudad pequeña que te incita a pensar en grande, que te ancla pero que te permite soñar, que te determina quién eres pero que te empuja a luchar por quien quieres ser. Por alguna cosa, años más tarde, el autor escribiría en La ruta azul que "cada uno es esclavo de su sangre y de su historia; yo soy esclavo de las piedras, de los tacos y de los ramos de tomillo de una vieja ciudad mediterránea". En unos tiempos en qué molar en Barcelona quiere decir hablar inglés en las coctelerías, hablar italiano en los supermercados del Poblenou y hablar castellano en la radio del Primavera Sound, leer a Sagarra es tan contracultural que, de repente, ser esclavo de estas piedras, estos tacos y estos ramos de tomillo hacen amarte más que nunca la ciudad mediterránea que solo parecen amar los turistas.

Yo no sé si Barcelona necesita una nueva novela que retrate la ciudad, no sé si Joan de Sagarra leerá alguna vez este artículo y no sé, evidentemente, si Vida privada será el libro más vendido este Sant Jordi. Lo único que sé es que no sé fumar con pipa, por eso escribo estos artículos después del café, mientras bebo brandy y fumo un piti que se me apaga cada dos subordinadas. Cuando lo enciendo, sin embargo, dejo de escribir, saco la cabeza por la ventana, veo una esquina del Eixample, observo las fachadas de la calle París y observo a la gente que dentro de las casas habla, discute, llora, ríe, come, folla, baila, salta, barre o se tumba en el sofá pasándose más horas en Instagram fisgoneando los planes de fin de semana de los vecinos que no perdiendo el tiempo leyendo libros.

Veo gente como tú y como yo, vaya. Gente que mira la televisión donde Telecinco y el fútbol tienen siempre mejores audiencias que los programas culturales del 33. Gente que hace scroll en la prensa digital donde las crónicas de sucesos, las recetas gastronómicas y las exclusivas sobre famosos se llevan diez mil veces más clics que los artículos de literatura como este, ya que aunque al hijo de Sagarra no le guste y a un servidor todavía le duela más, deberíamos no olvidar que todos sentimos curiosidad por la vida privada de los otros. Por eso la manera más efectiva de conseguir que la gente lea, desgraciadamente, sigue siendo explicando que un famoso aristócrata barcelonés pierde la fortuna y uno de sus herederos hace de gigoló, tal como hizo Josep M. de Sagarra el año 1932, aunque Vida privada, eso sí, no sea un título con clickbait tan feo como el de este artículo.