Pomposamente nos aseguran que el Parlamento es la casa del pueblo, que es el corazón que hace latir a la democracia, pero a la hora de la verdad ves que es una casa del pueblo pero sin el pueblo. ¿Cómo puede ser que siempre pase lo mismo, que no aprendamos? El Parlamento acaba convirtiéndose en un club exclusivo para políticos, un suntuoso palacio de mármoles pulidos, de maderas barnizadas y lacadas, de altivas columnas, una oficinilla sagrada, una gestoría de intereses donde el tiempo pasa entre bostezos, donde la pereza pega mordiscos, donde lo urgente siempre va detrás de los hábitos parsimoniosos que han adquirido los bedeles. Les produce horror la idea que el pueblo, un buen día, se presente en el Parlamento, que la gente se harte y vaya a pedir explicaciones, a protestar, a hacerse visible, o incluso a destruirlo todo porque consideran que los de la clase política, previamente, se lo han destruido todo a ellos. Lo que ocurrió antes de ayer en el Capitolio de Washington es fácil de entender y es que la burocracia nos está devorando por los pies. La burocracia es cada vez más inoperante y absurda, cuando un numeroso grupo de manifestantes asaltó el Parlamento se necesitaron más de dos horas para enviar al ejército. No lo tenían organizado ni previsto. El ejército se exhibe contra el pueblo porque la policía no les basta, ya que sólo la tienen para proteger la integridad de Donald Trump y no la del edificio del Capitolio. Todos lo vimos a través de la televisión. La política consiste también en establecer prioridades. Atacaron el Parlamento porque sabían que no estaba bien protegido. En cambio, ni se les pasó por la cabeza atacar el edificio del Pentágono.
No es lo mismo que la Guardia Civil del teniente coronel Tejero secuestre el Congreso de Madrid a que se produzca un asalto de ciudadanos anónimos, como por ejemplo el que se produjo hace pocas semanas en Armenia. Los unos son los enemigos de la democracia y los otros encarnan, precisamente, la democracia en acción. En Ereván protestaban contra el acuerdo al que había llegado el primer ministro Nikol Pachinian con Vladimir Putin, el acuerdo de entregar un territorio sustancial del Alto Karabaj a Azerbaiyán. “¡Nuestros valientes soldados han muerto por nada!” gritaban desconsolados los manifestantes entre voces de desesperación, llantos y gritos ahogados en el inmenso palacio. No es lo mismo un asalto popular que cuando el Parlamento se protege de una autoridad previamente establecida, una autoridad que siempre ha tratado de manipularlo o de convertirlo en inoperante. De ahí que cuando Su Majestad británica, —hoy reina Isabel de Inglaterra— inaugura solemnemente el período de sesiones en el Parlamento lo hace siempre desde la Cámara de los Lores y nunca se atreve penetrar en la Cámara de los Comunes. Desde 1642, cuando su antepasado el rey Carlos I en persona se presentó en medio de una sesión de los Comunes para arrestar a cinco parlamentarios, ningún otro monarca se ha atrevido a cuestionar la independencia de los representantes populares haciéndose presente. Los parlamentarios son inviolables, y no pueden ser perseguidos por razones políticas, como es hoy el caso de Carles Puigdemont, parlamentario en Estrasburgo.
Poder ejecutivo y legislativo son, por naturaleza, contrapoderes, adversarios preestablecidos, que no deben confundir el respeto institucional con la natural contraposición de intereses durante el juego democrático. En España, como no hay separación de poderes ni democracia, esta contraposición no existe, tan sólo existe el compadreo. Si bien el monarca británico ya no pone los pies en la Cámara de los Comunes, antes de retornar al palacio de Buckingham, el Lord Chambelán retiene simbólicamente como prisionero a un miembro del Parlamento, normalmente, el Vice-Chambelán. Mientras dura la ceremonia de la apertura del Parlamento este rehén representa la tradición según la cual el poder legislativo garantiza la seguridad del monarca mientras permanece dentro de las Casas del Parlamento. Una garantía que asegura el retorno de la figura real, sana y salva, a su residencia y que hoy no es simplemente una de tantas tradiciones vacías, al contrario. Es la muestra fehaciente de que un Parlamento digno de este nombre, un Parlamento perfectamente democrático, incorpora a la tradición del poder legislativo los episodios conflictivos, convulsos, de la sociedad a la que pretende representar. El Parlamento debe ser un lugar solemne y de gran dignidad, como lo es el Parlament de Catalunya, pero no puede ser nunca un museo, ni un lugar por donde nunca pase la vida.
El Parlament de Catalunya exhibe en el hemiciclo las tres solemnes arañas que debían ser para el Palacio Real de Barcelona, como recuerdo de la contraposición con la monarquía española. Y si sigue siendo la sede de la vida política catalana, deberá protagonizar necesariamente otros episodios convulsos. Se romperán algunas porcelanas, se fundirán algunos plomos. El venerable edificio deberá también hacer frente a conflictos, a demostraciones de fuerza, a momentos de crisis e incluso de violencia. En el mundo real estas cosas pasan. En Armenia, como hemos dicho, hubo enfrentamiento y saqueo recientemente. El 21 de noviembre, en Guatemala, cientos de manifestantes atacaron el edificio del Parlamento y le prendieron fuego. En Berlín, el pasado 29 de agosto, cientos de personas antimascarillas estuvieron muy cerca de sobrepasar a las fuerzas del orden y penetrar en el Reichstag, el parlamento que quemaron los nazis. El 8 de agosto de 2020, después de la explosión que destruyó el centro histórico de Beirut, lograron asaltar la sede de algunos ministerios y estuvieron a punto de saquear el Parlamento libanés. En julio de 2020 numerosos manifestantes contrarios a las medidas contra la Covid-19 asaltaron también el Parlamento de Belgrado. No, el vandalismo nunca es buena noticia ni se debe tolerar el ejercicio de la violencia indiscriminada. Pero también reconozco que de todos estos momentos de violencia fueron menos vergonzosos para la institución parlamentaria que cuando Inés Arrimadas utilizó la suntuosidad de los salones del Parlament de Catalunya para hacerse unas fotos para la revista Telva. La hija del policía llevaba un fascinante vestido de noche, joyas de precio, zapatos de cine y se exhibió como oscuro objeto de deseo. Se promocionó. Cuando Arrimadas utilizó las dependencias del Parlamento para hacerse retratar no estaba en su casa y, en cambio, sí está en su casa el pueblo cuando asalta un parlamento. Al fin y al cabo, lo ha pagado con sus impuestos.