Durante los momentos más excitantes del fracaso del Estatuto hasta el estallido del Procés, el electorado catalán afrontaba cada campaña electoral como si fuera la última. Hablo de aquellos tiempos en que muchos votantes íbamos masivamente a las urnas y, con una socarronería bien bonita, compartíamos con los conciudadanos de cada mesa electoral frases como "esta es la última vez que utilizaré el DNI español" y etcétera. Curiosamente, ha hecho falta que el cinismo y las mentiras del Procés cuajen moribundamente en una precampaña como la del 12-M que, a pesar de todavía circunscrita al marco autonómico, ha acabado, ahora sí, demostrando que las costuras de la España constitucional descansan bajo tierra. A menudo, nos lo recuerda el marxismo canónico, la viveza de un tiempo histórico se encuentra en sus escurriduras y empieza a afirmarse cuando las aspiraciones de sus protagonistas han acabado fracasando.

Si prestamos atención al aroma de este próximo cometido electoral, que ya ha empezado a desplegarse en la ensalada de propuestas de todos los partidos, se comprueba fácilmente que incluso los sectores españolistas se han quedado cortos de promesas. La ley de amnistía —un alehop que, como no me cansaré de insistir, es una necesidad de España para cerrar de nuevo y en falso el régimen del 78— ha provocado que las amenazas represoras del españolismo queden absolutamente veladas: de hecho, el previsible crecimiento de voto del PP en Catalunya no se explica por un aumento de conciudadanos que se afanen por ver los indultos revocados ni Carles Puigdemont en chirona, sino por el retorno de un electoral centrista-español a quien ya le está bien que los líderes del Procés anden libres con el fin de poder volver a pactar con la Convergència de toda la vida. De hecho, la amnistía les garantiza que la independencia se duerma.

Este es un factor que también se manifiesta en el voto independentista más antisistema, de aquellos votantes que apoyarán a Sílvia Orriols para "mandarlo todo a la mierda" y volver a una Catalunya de pura raza. Por muy fastidiados que estén, como ya he dicho alguna vez, estos mismos electores son bien conscientes de que ni la alcaldesa de Ripoll ni el Santo Padre en una nave espacial podrán impulsar políticas migratorias realmente efectivas en el país, por el simple hecho de que la Generalitat no tiene ningún tipo de control en temas como las aduanas, las deportaciones o el control de fronteras. Eso lo tiene bien presente incluso el votante más naif de Orriols y, de hecho, lo debe poder comprobar la misma lideresa cada día durante su ejercicio. Todo, manifiesta que en Catalunya la política ya se ha convertido en un asunto puramente estomacal en que los electores solo escogen cuál es su demagogia favorita.

Pero la dinámica del estallido de las costuras autonomistas se nota especialmente en los dos partidos de centro que concurren al 12-M: el PSC y Esquerra. Con un simple vistazo a los movimientos de Pere Aragonès puede comprobarse cómo, para intentar contrarrestar el aparente huracán del retorno del presidente 130, el Molt Honorable 132 parece una ametralladora de propuestas tan agitada como la de John Rambo. El problema de Aragonès radica en el hecho de que todas estas iniciativas —como la propuesta de una conselleria íntegramente dedicada a la lengua catalana— chocan de frente con la imagen de su propio gobierno en solitario, del cual prácticamente ningún catalán sabría recitar más de tres consellers. Consciente de eso, Aragonès intenta recordar la iniciativa republicana en la ley de amnistía, inconsciente que la mayoría de los electores no votarán pensando en una gracia que ha generado menos entusiasmo del deseado.

Mientras Maragall todavía podía compartir el balcón del Palau con ZP, será difícil que el actual capataz del PSC pueda confiar la misma tarea a Pedro Sánchez, después de que el PSOE participara en la operación del 155

Salvador Illa, por otra parte, había pensado que tendría suficiente con una campaña medio catalanista y de centro para asegurarse la victoria, y es así como el líder del PSC repite compulsivamente que está dispuesto a charlar con todo el mundo, exceptuando la ultraderecha. Por otra parte, Illa afronta el mismo problema que Aragonès; la indolencia general por la amnistía (eso de poner el contador a cero no es muy excitante) y los problemas que el PSC siempre ha experimentado cuando ha tenido opciones de llegar a la Generalitat. Mientras Maragall todavía podía compartir el balcón del Palau con ZP, será difícil que el actual capataz del PSC pueda confiar la misma tarea a Pedro Sánchez, después de que el PSOE participara en la operación del 155. De hecho, Illa no solo ha renunciado a bregar contra Puigdemont, sino que incluso ha insinuado algún elogio a Pujol, consciente de que también necesita pienso convergente.

Sea como sea, queda de manifiesto que el marco autonómico posterior al Procés solo puede ofrecer campañas como la que ya vivimos, una especie de venta compulsiva de motos y de indiferencia general que solo se altera de vez en cuando con el hipotético retorno de Puigdemont al país. La muerte del autonomismo se certificará cuando el antiguo president, una vez aterrizado en casa, tenga exactamente el mismo (y escaso) margen de maniobra política que cuando vivía en Waterloo. Esta quizás no será la última campaña autonómica, pero sí que mostrará perfectamente que este modelo de política ya es caduco, favoreciendo solo el partido de la abstención, más todavía si —y no es vivir en las nubes— las elecciones se tienen que acabar repitiendo.