Nos guste o no el personaje, Donald Trump está marcando un camino importante en el devenir del mundo al que habría que prestar un poco de atención. Mientras el presidente de Estados Unidos intenta pacificar los rincones más damnificados del planeta (aunque sea de una forma cercana al caciquismo, intercambiando misiles por minerales en Ucrania y aprovechando el asesinato barbárico de palestinos para acorralar a Israel y asegurarse el reparto de la reconstrucción de Gaza con sus amigos y comisionistas árabes), no tiene ningún inconveniente en exportar el clima de guerra al interior de su país. Basta recordar cómo, durante este año, Trump ha abusado de sus funciones constitucionales enviando a la National Guard a Los Ángeles, Washington, Memphis y Portland, escudándose en la falta de seguridad de estos supuestos hell holes, los cuales, como no puede sorprender a nadie, suelen ser gobernados por demócratas.

A su vez, cuando el cadáver del activista Charlie Kirk aún estaba caliente y con el cuello ensangrentado, Trump no tardó mucho en imputar el asesinato a los radicales de izquierda. Si el paradigma de la violencia en EE.UU., desde el 11-S, acostumbraba a utilizarse por parte del poder como medida de cohesión entre los grandes partidos de la nación, ahora vemos cómo el nuevo guerracivilismo la sitúa en el foco del enemigo político. El caso que nos ocupa tiene cierta guasa, pues —como comentaba hace una semana la experta Barbara Walter en el excelente pódcast filosófico The Gray Area de Sean Illing— la mayoría de ataques violentos en Estados Unidos son perpetrados por supremacistas blancos, más bien tendentes a la derecha, y por una serie de peña apolítica que tiene como objetivo protestar contra la omnipresencia del gobierno federal. Pero esto importa un pimiento; Trump sabe muy bien cómo recoger las vísceras de una matanza contingente para llevarlas a su cesta de huevos.

América siempre había podido ser un paraíso combinatorio de relativa paz interior (más aún si pensamos en el facilísimo acceso a las armas de fuego) y una utilización frecuente del ejército en el exterior, para mantener en forma la máquina de guerra. Ahora vemos que la constante se ha invertido de un modo radical; si repasamos los últimos tiempos, en Estados Unidos se han vivido cosas como un intento de ataque al Capitolio, el asesinato de la senadora estatal de Minnesota Melissa Hortman y marido en su hogar, el intento de incendio de la masía del gobernador de Pensilvania Josh Shapiro mientras estaba en el interior con su familia, la ejecución viral del CEO de UnitedHealthCare Brian Thompson por Luigi Mangione y el atentado que casi acaba con la oreja (y el cerebro) del propio Donald Trump. Este no es un tema de cantidad de muertos, insisto, sino de la radical salida del armario de una violencia política cruda.

Mientras intenta pacificar los rincones más damnificados del planeta, Trump no tiene ningún inconveniente en exportar el clima de guerra al interior de su país

Evidentemente, Estados Unidos se encuentra muy lejos de un clima de guerra civil, aunque la mayoría de expertos realizan la pirueta según la cual los nuevos tipos de conflictos internos de los estados —más allá de la lucha tradicional entre bandos ideológicos— se podría dar entre el poder central y diversas formas de guerrilla o de lobos solitarios, a los cuales el poder solo tiene que alimentar a base de propaganda y de poca educación. En esto me ha hecho pensar The Perfect Neighbor, un documental de Geeta Gandbhir para Netflix que cuenta la historia de una mujer medio loca y solitaria que se pasa el día acusando a los hijos de sus vecinos (negros, hay que aclarar) de jugar en su porche, la cual —en uno de sus delirios— acabó matando a una de sus madres, Ajike Owens. Esta es una buena película para ver cómo la guerra interna se teje en la sospecha hacia la alteridad, la desatención por las enfermedades mentales, la desconfianza política y etc.

En lugares como España, este guerracivilismo interno solo va tramándose a través de la polarización entre dos partidos centrales, que se han visto obligados a apurar el socarrat del arroz más radical de su electorado. A falta de un ejército para coaccionar, Pedro Sánchez aprovecha la mínima para abrazar la demagogia política, ya sea haciéndose el palestino o proponiendo el asesinato del cambio horario; por mucho que estire la mano de Trump para que no se lo lleve, los dos políticos tienen más cosas en común de lo que parece. Porque ambos, en definitiva, tienen una mínima idea de cómo va el mundo y de los liderazgos fuertes que requiere (que son así no por simple narcisismo, sino porque hace falta mucha mano derecha para controlar el fuego interno). Este estado de cosas se aguantará mientras el clima impuesto de pacificación funcione; pero habrá que ver cómo se las arreglarán cuando Catalunya vuelva a radicalizarse, abrazando de nuevo la democracia…