Escribía hace pocos días en estas mismas páginas mi querido amigo y admirado Joan Queralt: "Hoy, al margen de los partidos y sus enfrentamientos permanentes, tema no menor que divide de lo lindo el independentismo, junto con el eje izquierda-derecha que algunos se empeñan en no ver es el eje DUI ya-negociación. Ambas agrupaciones tienen miembros y elementos de los dos ámbitos. Ser de un partido o asociación de una o de otra no garantiza una correlación ni mucho menos exacta".

Aprovecho esta reflexión suya como excusa para aportar algunos elementos que, creo, pueden ser útiles para entender el porqué de esta división tan persistente entre las principales fuerzas políticas independentistas y las dificultades, tres años después del octubre del 2017, para construir una unidad estratégica sólida y estable. Elementos de análisis que, evidentemente, querría que contribuyeran a superar tal división.

Una previa: creo que el eje derecha-izquierda no es, hoy, la clave analítica para entender las diferencias dentro del independentismo. No porque este eje haya dejado de ser importante en nuestra sociedad, más bien al contrario. En esta fase del capitalismo en que las crisis económicas no hacen sino incrementar las desigualdades, la consiguiente polarización social hace que el eje derecha-izquierda sea tanto o más relevante que antes.

Sin embargo, este eje no explica las diferencias internas del independentismo catalán, visto que ahora mismo una fuerza como Junts, al mismo tiempo que reúne militantes de la antigua CDC, tiene un secretario general o algunos miembros de su dirección procedentes de ICV o de su órbita, y entre sus impulsores y afiliados no es difícil encontrar antiguos dirigentes de organizaciones políticas y sindicales de izquierdas, como por ejemplo ERC, el PSC o CCOO. Si a ello le sumamos el hecho de que ahora mismo los principales poderes financieros de nuestro país y las cabeceras tradicionalmente escoradas al centroderecha dan señales de preferir los postulados estratégicos de ERC, no parece desacertado concluir que el eje derecha-izquierda no es el eje que permite explicar las actuales dificultades de acuerdo entre las fuerzas políticas independentistas. La tramitación parlamentaria del fin del concierto a las escuelas sin coeducación o de la reforma del impuesto de sucesiones son algunos ejemplos recientes que también confirman como este eje ha dejado de ser una fuente insalvable de división.

Desde mi punto de vista, aquello que ayuda más a comprender la actual falta de acuerdo estratégico tiene que ver con la confianza sobre los efectos del crecimiento de la base social y electoral del independentismo, de un lado, y el papel de la confrontación, del otro. Si bien es cierto que las diferentes fuerzas políticas independentistas han dicho repetidamente que no renuncian a ninguna vía democrática —ni al diálogo y la negociación, ni tampoco a la ruptura democrática y la desobediencia civil e institucional— es igual de cierto que los énfasis que ponen en una u otra propuesta son sensiblemente diferentes.

Hay quien cree que un crecimiento del independentismo notable y sostenido hará que el estado español se vea finalmente obligado a aceptar aquello que otros estados democráticos como Canadá o el Reino Unido han aceptado mucho antes, por puro respeto al "principio democrático", a saber: que Catalunya tiene derecho a celebrar un referéndum de independencia y el Estado tiene que respetar los resultados. A priori, se trata de una hipótesis imposible de validar o falsificar: el futuro histórico, a diferencia del futuro natural, es por definición imprevisible. Los que consideran que esta hipótesis no es verosímil alegan que los argumentos del estado español para negar el referéndum —una interpretación rígida y cerrada de la Constitución— son totalmente independientes del hecho de que el independentismo tenga más o menos apoyo electoral.

Del mismo modo que nadie desea la confrontación (aunque algunos la encuentran evitable y otros no tanto), del mismo modo que nadie renuncia al diálogo (aunque algunos piensan que es antagónico con la confrontación y otros piensan que son complementarios), nadie encuentra que ampliar la base sea una mala idea

Para los defensores de esta hipótesis, el crecimiento electoral del independentismo es, por sí solo, la clave que tarde o temprano tendría que abrir la puerta del referéndum acordado. Eso hace que la confrontación con el Estado —en forma de desobediencia tanto civil como institucional— sea innecesaria. Esta, entiendo, es una de las claves principales de la falta de unidad estratégica: por una parte aquellos que creen que, para hacer la independencia, nos podemos ahorrar la confrontación porque, si algún día somos muchos más, eso solo nos permitirá domesticar los instintos autoritarios del Estado; por la otra, aquellos que entienden que el estado español ha tomado una decisión que parece irreversible, ha decidido llevar el conflicto catalán al terreno de la confrontación y que la única opción que nos queda, si queremos culminar el procés y alcanzar la independencia, es no rehuir de esta confrontación y vencer al Estado en este terreno.

En cualquier caso, entre las filas independentistas la confrontación nadie la desea. La diferencia radica en el hecho de que una parte del independentismo, a pesar de no quererla, la considera inevitable —porque entienden que es una consecuencia ineludible de la deriva autoritaria del Estado— y otra no. Del mismo modo, al diálogo y a la negociación con el Estado nadie renuncia, tampoco. Sin embargo, unos lo consideran más bien incompatible con la confrontación y los otros no: unos tienden a pensar que la confrontación puede dificultar el avance del diálogo, mientras que los otros consideran que la confrontación es necesaria para conseguir una correlación de fuerzas más equilibrada y que, por lo tanto, el Estado tenga algún incentivo para ceder.

Aquellos que encuentran la estrategia de la confrontación una mala idea, alegan, entre otras cosas, que el independentismo no es hoy lo bastante fuerte para ganar al Estado en este terreno: "No somos bastantes". Consideran que para poder ganar al Estado en una estrategia de desobediencia civil primero hay que ser más, primero hay que ampliar la base. Y que entonces quizás sí que nos podemos plantear "un nuevo embate" con garantías de éxito. Esta sería, pues, una variante de la anterior desavenencia estratégica: aunque todos asumimos que la confrontación es inevitable, hay quien piensa que sólo puede activarse después de haber ampliado la base; mientras que otros piensan que la clave de la victoria no es "ser más", que somos suficientes, que lo que nos falta sobre todo es preparación y, si de caso, determinación —que es otra manera de hablar de la moral de victoria.

En cualquier caso, la consecuencia práctica en las dos variantes de la dicotomía estratégica es siempre la misma: de entrada, lo que hace falta es ampliar la base. Y después ya veremos. Quizás este ensanchamiento nos permitirá evitar la confrontación. Quizás no. Pero entonces nos permitirá hacer la confrontación en mejores condiciones. Tanto en un caso como en el otro, el crecimiento electoral y social del independentismo tiene que ser la prioridad ahora mismo.

Aclarado esto, es importante también aclarar que la clave para comprender esta división no tiene nada que ver con el binomio "prisa-paciencia". Algunos de los que creen que la vía del diálogo sin confrontación con el Gobierno nos permitirá avanzar de manera efectiva hacia la independencia, a buen seguro esperan que esta vía dé resultados de manera más o menos inmediata. De la misma manera, muchos de los que confían en el éxito de la confrontación tienen la convicción de que esta necesita de mucha y muy buena preparación y que, por lo tanto, eso requiere de un cierto tiempo antes que se pueda llevar a la práctica. La identificación de los partidarios del diálogo sin confrontación como los pacientes y la de los que asumen la necesidad de la confrontación como los impacientes me parece una simplificación que no ayuda nada a entender el problema.

No parece aventurado concluir que ha sido la confrontación civil e institucional la que ha demostrado la verdadera naturaleza autoritaria del Estado, de manera tal que muchos demócratas se han tenido que hacer independentistas —no por independentistas, sino por demócratas— y ha sido sobre todo gracias a eso que se ha ampliado la base

Con eso quizás sería suficiente para hacerse una idea básica de la dicotomía estratégica que nos tiene atenazados desde hace tanto tiempo. Pero hay otro dilema estratégico que, a pesar de plantear las cosas desde un ángulo diferente, no deja de ser otra forma de plantear el mismo problema. Se podría explicar así: ¿cuál es la mejor manera de ampliar la base? ¿La ampliamos más confrontando o evitando la confrontación?

Del mismo modo que nadie desea la confrontación (aunque algunos la encuentran evitable y otros no tanto), del mismo modo que nadie renuncia al diálogo (aunque algunos piensan que es antagónico con la confrontación y otros piensan que son complementarios), nadie encuentra que ampliar la base sea una mala idea. Por supuesto. Sin embargo, unos piensan que el mejor camino para ampliar la base es evidenciar el conflicto con el estado español y los otros que la mejor manera es apaciguarlo. Porque eso —esperan— les permitirá conquistar aquel voto que hoy todavía no es independentista, pero que podría votar independentista "si las cosas se calman", es decir, si las fuerzas independentistas rebajan la intensidad de la confrontación y centran su acción política en la gestión de las instituciones autonómicas.

Sin embargo, algunos creemos que la experiencia histórica de los últimos años demuestra que el crecimiento del independentismo ha sido consecuencia —o como mínimo ha ido en paralelo— de una intensificación del conflicto con el Estado, por la vía de la movilización ciudadana, la desobediencia civil y la desobediencia institucional. El 9-N, las manifestaciones del 11-S y sobre todo el 1-O parecen ejemplos bastante claros. Y aún un dato del pasado reciente: los distritos electorales donde estuvieron los enfrentamientos más duros con la policía después de la sentencia del 1-O, durante el octubre del año pasado, son aquellos donde el independentismo creció más en votos.

No parece aventurado concluir que ha sido la confrontación civil e institucional la que ha demostrado la verdadera naturaleza autoritaria del Estado, de tal manera que muchos demócratas se han tenido que hacer independentistas —no por independentistas, sino por demócratas— y ha sido sobre todo gracias a eso que se ha ampliado la base.

En caso de ser así, todos los dilemas estratégicos antes planteados quedarían bastante resueltos: no podemos ampliar primero y no confrontar después, si resulta que la mejor manera de ampliar es confrontando. Para ser más, hay que confrontar. Ni tampoco tiene mucho sentido esperar que, siendo más, se pueda evitar la confrontación, por la misma razón: porque no se puede ampliar la base sin confrontar. En caso de ser así, en fin, la confrontación podría abrir una negociación con el Estado realmente útil, sin que los partidarios del derecho a la autodeterminación tengamos que renunciar a nuestros principios para resolver el conflicto: la confrontación en sí misma ya equilibra el tablero de juego y, si además amplía la base, mejora todavía más la correlación de fuerzas.

En todo caso, insisto, no se trata simplemente de identificar las divergencias estratégicas con la mera voluntad de aclarar la situación presente. Se trata de que, identificándolas, pongamos unas bases sólidas para superarlas lo más inmediatamente posible.