Se ha producido un fenómeno mucho más preocupante que el imperialismo de ciertos Estados, con la consiguiente proliferación de asesinatos en masa, y de mayor gravedad que el futuro más que incierto de todos los refugiados climáticos que deambulan por el planeta. Es la escisión —diría que insalvable— entre el universo masculino y el femenino. No es el momento de buscar al culpable de este cisma; algunos dirán que la causa surge de la emancipación de las mujeres y del pavor de los hombres ante un futuro distópico repleto de amazonas castradoras. Hay quien alega que todo esto es producto del divorcio exprés, de la píldora anticonceptiva y de todos los inventos que la próspera Occidente ha urdido contra la familia. Pero de todo eso ya hablarán los historiadores; nosotros nos ocupamos de las palpitaciones del tiempo, y estas nos indican que la conversación entre los sexos, si antes se daba en sordina, ahora ya ha traspasado.
Cada vez tengo más amigos varones que, ya sean educados en el tradicionalismo más recalcitrante o en la bisexualidad impuesta a los millennials, optan por encamarse con hombres con un entusiasmo forzado. Primero te los encontrabas rodeados de niños desvelados, en las mesas más apartadas de las coctelerías barcelonesas. Poco después, abandonaban el universo nocturno para, tímidamente, irse de excursión al Tirol del Sur con un muchacho de esos que desafía a la mantequilla. Finalmente, en comidas familiares o encuentros culturales, estos amigos (generalmente solitarios) llegaban acompañados de un escenógrafo cariñoso o de un obrero con la piel amarillenta como una lemon pie de Can Brunells. Educados en el liberalismo, todos aceptábamos el cambio con gran deportividad; en el fondo, a los hombres siempre nos ha dado mucha pereza eso de mezclar nuestros chistes groseros con la mirada inquisitiva de una señora.
Los hombres se han cansado de la retórica femenina, que siempre busca explicar los hechos con una cascada de razones, y paralelamente han abrazado los glandes tanto por la facilidad del coito como por el hecho de acabar con la pesada costumbre del diálogo.
Por otro lado, las mujeres —que siempre nos han superado en todo lo que concierne al mundo práctico— ya hacía tiempo que compaginaban a sus compañeros con amigas ocasionales, sin darle demasiada importancia, un poco como las heroínas de Proust cuando aprovechan la compra de la baguette para intercambiar la ropa interior. Pero ahora las mujeres, cansadas de la unidireccionalidad sexual de los varones, de esa espantosa obsesión por vaciar la polla a cada minuto, han optado por seguir aburridamente casadas, reservando el deseo para sus compañeras de bádminton. Si me preguntáis mi opinión filosófica, diría que la cizaña de género tiene un componente lingüístico; los hombres se han cansado de la retórica femenina, que siempre busca explicar los hechos con una cascada de razones. Paralelamente, han abrazado los glandes tanto por la facilidad del coito como por el hecho de acabar con la pesada costumbre del diálogo…
El lenguaje siempre prefigura nuestra relación con los objetos y el mundo en general. A día de hoy, hombres y mujeres solo pueden entenderse si tienen que valorar la última serie que han visto en Filmin o para elegir su bocatería favorita de la ciudad. Para todos los demás asuntos de la existencia, ambos sexos han decidido renegar de la biología (la cual los une corporalmente en una conexión realmente genial), para abrazar a su propia especie y evitarse problemas existenciales. De momento, los varones parecen disfrutar de la transformación; fornican como les gusta, deprisa y muy a menudo, mientras las mujeres pueden aproximarse al acto sexual como si el coito fuera un taller de Bel Olid en el CCCB o un recital de poesía acompañado de una banda electrónica. Sé que todo esto suena abstracto, porque la genialidad siempre es un poco confusa al principio, pero estoy seguro de que tenéis ejemplos a montones que lo certifican.
En el plano geopolítico no hay que preocuparse demasiado, porque hombres y mujeres se han adaptado a esta transformación sin abandonar sus obligaciones reproductivas ni su commitment con el capitalismo. Paralelamente, este avance civilizatorio aún no ha llegado a la población recién llegada, con lo cual el cisma aún podrá disimularse durante unas décadas. Pero este mundo nuestro, fortificado en la rapidez del clic internauta y basado en el estímulo rápido, acabará haciéndonos a todos gays y lesbianas. Habrá que ver cómo la catalanidad absorberá el cambio, pero sospecho que la adaptación será muy pragmática. Cuantos menos seamos, sin embargo, más competencia habrá para encontrar al compañero adaptable, de modo que el sexo acabará siendo un asunto semejante a comprar un teléfono o encargar papeo al súper. Haremos como los griegos, en definitiva, pero sin la necesidad de justificar el coito con tanta filosofía.
Hoy intentaréis desafiar este artículo charlando con la parienta o intercambiando opiniones elevadísimas con Josep Maria. Pero el cambio, ya lo sabéis, os sobrepasará tarde o temprano.