Me hizo gracia recibir la noticia de la muerte de Espinàs mientras estaba en la cocina haciendo la cena. Me hizo pensar en mi madre. Me recordó la sensación de confort y de estabilidad que, de pequeño, me transmitía el ruido de ollas y platos que venía de la cocina mientras acababa los deberes en la habitación. Vi pasar de golpe 40 años de conversaciones con la tele y el extractor puesto. Me gustaba tanto hablar con mi madre mientras cocinaba para nosotros que de mayor miraba de cenar en su casa siempre que podía para revivir la calidez de aquellas conversaciones. 

Me parece que si Espinàs se hubiera presentado un anochecer en casa para cenar, mi madre le habría puesto el plato en la mesa sin hacerle ninguna pregunta. No era su articulista preferido, pero para ella era mucho más que un articulista. Era uno de los pocos referentes de su juventud que no había naufragado o se había vendido a la pedantería de la Transición. Los necrólogos le elogian el talante discreto, pero la discreción de Espinàs era como la boina de campesino que Josep Pla se puso para navegar el franquismo. Lo ves por poco que sigas su trayectoria. 

Espinàs se jubiló de la vida social y colectiva del país a medida que la presión española fue envenenando los pozos de su inspiración. Primero dejó la novela, después la canción, después la política, después el periodismo televisivo y finalmente el Avui, en 1995, cuando incluso la autonomía ya había perdido sentido. Lo único que Espinàs no abandonó nunca fue la lengua. De aquí que mi madre hablara de él con un afecto tan familiar. Durante años, sus columnas fueron la única expresión periodística pulcra y civilizada del idioma que se enseñaba en las escuelas.

Con Espinàs muere el último ejemplar de una corte de personajes de mi niñez que te miraban como si supieran algo del mundo y del país que la mayoría había olvidado o no había querido saber nunca

Hasta que no apareció Salvador Sostres, ningún articulista supo establecer una conexión lingüística y, por lo tanto, espiritual, tan íntima con los lectores. Aquí nos gusta allanarlo todo, pero ni Sergi Pàmies, ni Quim Monzó, ni Agustí Pons, ni Ramon Solsona no se pueden considerar discípulos completos de Espinàs. De hecho, todos lo entendieron mal, si es que intentaron entenderlo. Todavía ahora me costaría contar que la economía del lenguaje de Espinàs, la manera que tenía de dirigirse al público, sobria y poco invasiva, no dejaba de ser la expresión de un sobreentendido político tan metafórico y generacional como la pirotecnia de Sostres. 

Espinàs se fue momificando en el costumbrismo, o en la llamada literatura de observación, para no tener que elegir entre pasar miseria o pasarse al castellano. Como dos autores barceloneses anteriores que encontraron refugio en la trascendencia minúscula, pero segura, de la vida cotidiana, Emili Vilanova y Carles Soldevila, Espinàs escribió marcado por una gran desilusión política. Aunque los diarios de Vichy lo hagan pasar por una anécdota, no se llega a ocupar el tercer lugar de una candidatura como la de Nacionalistes d’Esquerra por casualidad. 

Un ejemplo de la comedia que Espinàs navegó, es que el existencialismo de las cosas pequeñas que servía para tratar a Pla de traidor durante la dictadura, fuera la base de los elogios que recibió él siempre en democracia. El problema y la ventaja de Espinàs es que es fácil de elogiar porque nunca ha molestado a nadie, ni siquiera por razones estéticas. Para mi su mejor libro es Inventari de jubilacions. Fue el primer libro serio que mis padres me compraron, y me parece que rezuma la dureza y el radicalismo silencioso de sus elecciones.

Con Espinàs muere el último ejemplar de una corte de personajes de mi niñez que te miraban como si supieran algo del mundo y del país que la mayoría había olvidado o no había querido saber nunca. La suya no era una generación de frívolos y vencidos, como la que vino después, de los años cincuenta y sesenta, sino de supervivientes. A pesar de que apuntara más alto, cuando pienso en Espinàs pienso en figuras como Sanuy, Luján, Tísner o Senillosa. Recuerdo que un día me dijo que los escritores que duran son los que tienen suficiente fuerza de carácter para definir y mantener una identidad.

Me lo dijo hablando de Sostres y pensé que al final los dos eran producto de un país que se ha autoconvencido de que se puede vivir prescindiendo de la política. Es una trampa en la cual no ha caído ninguno de los grandes escritores catalanes.