Con independencia de los resultados de las autonómicas extremeñas, Pedro Sánchez ha sido explícito: no habrá elecciones anticipadas. No se trata de una frase táctica ni de una provocación calculada para medir reacciones. Es una decisión personal, jurídicamente blindada y plenamente consciente del momento que atraviesa el sistema. Quien sigue interpretando esa afirmación como una posición negociable no ha entendido en qué fase del ciclo político e institucional se encuentra el Estado ni el momento psicológico del personaje. Sánchez no gobierna contra el tiempo: gobierna desde el tiempo y con el tiempo a su favor, con un único objetivo realista: agotar la legislatura y sobrevivir políticamente al deterioro general.
El escenario actual es paradójico solo en apariencia. Mientras se acumulan episodios de corrupción que afectan a su entorno político y personal, su posición institucional no se debilita. Al contrario: se estabiliza. La razón no es su fortaleza, sino la debilidad estructural de cualquier alternativa. Una parte decisiva de su electorado ha interiorizado que cualquier cambio de gobierno pasa necesariamente por la extrema derecha. Ese miedo —real o inducido— opera como un anestésico democrático: permite tolerar la degradación institucional, la colonización de los órganos de control, la confusión entre partido y Estado y la erosión progresiva de los contrapesos sin que ello tenga un coste político inmediato.
Ese electorado ha adoptado una lógica defensiva: no porque ignore lo que sucede, sino porque ha asumido que evitar lo que creen que es un mal mayor justifica aceptar males que, con el tiempo, dejan de percibirse como tales. En ese contexto, la corrupción deja de ser políticamente letal. Se normaliza. Se convierte en ruido ambiental. Y ese es, probablemente, uno de los mayores logros estratégicos de Sánchez: haber conseguido que la corrupción ya no sea un detonante automático de una caída política.
Desde una perspectiva psicológica, además, conviene subrayar un elemento que suele pasarse por alto: las causas penales que rodean a Pedro Sánchez no operan como un factor de destrucción personal, sino exactamente al contrario. Sánchez no es un dirigente al que el cerco judicial desestabilice; es un perfil que se refuerza en la adversidad, que transforma la presión en un estímulo defensivo y que entiende el conflicto como parte natural del ejercicio del poder. No hay en él ni empatía ni una angustia moral ante la posibilidad de investigaciones o imputaciones, sino una lectura fría de costes, tiempos y probabilidades. Y en ese cálculo, la única suerte que verdaderamente le preocupa es la propia. No la de su familia, no la del partido, no la del sistema, no la de las instituciones. La suya. Sobrevivir políticamente no es para Sánchez una consecuencia: es el objetivo central alrededor del cual se ordena todo lo demás.
El propio presidente es plenamente consciente de que incluso en escenarios extremos —incluida una eventual imputación— el sistema y, sobre todo, el tiempo juegan a su favor. Conviene decirlo sin consignas ni falsas expectativas. Un presidente del Gobierno no es investigado como cualquier ciudadano. Su condición de aforado exige trámites previos complejos, largos y políticamente condicionados. Ese solo proceso puede prolongarse meses, durante los cuales el Gobierno sigue funcionando y él sigue en la Moncloa.
Superado ese umbral —si es que llega a superarse— se abriría un procedimiento penal necesariamente largo, técnicamente complejo y con tiempos incompatibles con cualquier expectativa de solución política inmediata. Hablamos de años. Pensar que la vía judicial puede apartar a Sánchez del cargo es una ilusión. Peor aún: es una ilusión funcional al propio Sánchez, porque alimenta la pasividad de quienes prefieren no asumir hoy el coste político de actuar, confiando en que “ya caerá mañana”.
No convocará elecciones porque no las necesita y porque, hoy en día, las perdería. No se someterá a una cuestión de confianza porque no tiene incentivo alguno para hacerlo y, además, también la perdería. El marco constitucional le permite gobernar hasta el último día de la legislatura, sin rendir cuentas políticas más allá de las estrictamente formales. Y lo hará. El tiempo, en lo que respecta a su permanencia en el poder, corre claramente a su favor.
Dentro del marco constitucional vigente solo existe una vía real para apartar a Sánchez del cargo: el relevo del Ejecutivo por decisión del Congreso
Ante este escenario, conviene abandonar definitivamente las fantasías. No hay atajos, ni soluciones simbólicas, ni redenciones judiciales. No hay salvación a través de discursos inflamados ni de movilizaciones que se disuelven sin consecuencias prácticas. Dentro del marco constitucional vigente solo existe una vía real para apartar a Sánchez del cargo: el relevo del Ejecutivo por decisión del Congreso.
No es un gesto retórico ni un acto testimonial. Es un mecanismo constitucional de sustitución del poder cuando quien gobierna ya no dispone de respaldo parlamentario suficiente. Precisamente por eso no se presenta para perderla ni para escenificar descontento. No se improvisa. Se prepara, se negocia y se construye discretamente. Se asume cuando el deterioro institucional alcanza un punto en el que no actuar deja de ser una opción neutral.
El Estado atraviesa un proceso de descomposición institucional que no se resolverá por agotamiento biológico del presidente ni por un milagro judicial. La ocupación partidista de los órganos de control, la erosión de la separación de poderes, el abuso sistemático del decreto ley y la conversión del miedo en herramienta de gobierno no son desviaciones coyunturales. Son rasgos estructurales de un modelo ya consolidado.
Y aquí aparece la cuestión verdaderamente incómoda. Así como el tiempo juega a favor de Sánchez, también empieza a jugar en contra de quienes, pudiendo actuar, no lo hacen. El desgaste del paso del tiempo no es simétrico. La inacción erosiona más a la oposición que al propio presidente. Cada semana que pasa sin decisiones reales debilita a quienes dicen querer un cambio y refuerza al que simplemente resiste. La espera no desgasta al poder: desgasta a quienes renuncian a disputarlo.
No se trata de garantizar el éxito de ese procedimiento de relevo gubernamental, sino de asumir la responsabilidad de explorarlo seriamente. De sentarse, negociar, ceder y construir una alternativa creíble. No hacerlo equivale a aceptar que el deterioro institucional es un precio asumible. Y ese mensaje, más temprano que tarde, pasa factura.
La regeneración democrática no comienza con proclamas, sino con decisiones difíciles, seguramente incómodas y necesariamente valientes. Con asumir que, en determinadas coyunturas, no actuar también es una forma de actuar, y casi siempre en beneficio del poder establecido.
Si este proceso continúa, el desenlace puede ser tan simple como devastador: tras el desgaste generalizado, la parálisis de la oposición y el agotamiento del sistema, puede que el único que quede en pie sea Pedro Sánchez. No fortalecido ni legitimado, sino simplemente vivo en términos políticos. Un superviviente rodeado de ruinas, políticamente desahuciado, pero aún en el poder.
Y es que el tiempo —conviene no olvidarlo— no espera a nadie.
