Cuando nos levantamos el 1 de enero después del año-de-mierda-2020, al margen de un día sin sol que, o no hacía prever un grande 2021, o como mínimo, era símbolo de ya veremos cómo será, las noticias nos explicaban, con gran escándalo, que en Llinars del Vallès todavía había en marcha una rave. El origen de estas fiestas que duran toda la noche, o pueden durar días, la encontramos en el Londres de los ochenta cuando el movimiento acid house crea un mundo nocturno clandestino como respuesta a las restricciones horarias. No sé si les suena. La opinión publicada, en manos del hombre blanco de mediana edad, ha dicho, probablemente con razón, que no tiene nada de revolucionario hacer una rave en plena pandemia. De acuerdo. Sin embargo, añado una reflexión. El juez no acusa ni a los organizadores ni a los asistentes de ningún delito contra la salud pública. Entonces, ¿a qué viene tanto escándalo?

Resulta que no pueden saber si los asistentes tenían Covid y, por lo tanto, no se les puede sancionar por eso. Ya sé que este es un caso extremo, pero no va mal pensar sobre a dónde hemos llegado. A criminalizar preventivamente. Hemos comprado acríticamente el relato de las prohibiciones. Hay un nuevo consenso social sobre lo que está bien y lo que está mal, y quien discrepa es condenado a la hoguera. Sin embargo, imaginemos que los epidemiólogos y los políticos hubieran decidido que, como la enfermedad afecta sobre todo a los mayores o a las personas con patologías concretas, estos son los que se tendrían que proteger, y el resto de la sociedad tendría que hacer vida normal para buscar la inmunidad de rebaño y salvar así vidas y economía. Este habría sido el consenso social. Y habríamos sido exactamente igual de acríticos en nombre de la ciencia, la salud y no sé cuántas cosas. Y pensando que era el único camino posible.

Basta de excusas y basta de tocar el violín. La rave estaba mejor organizada

La mañana de año nuevo nos demuestra que hemos llegado al extremo de ser más críticos los con ciudadanos que con el gobierno. Con la ayuda inestimable de nuestros políticos hemos confundido la necesaria responsabilidad individual y colectiva y la corresponsabilidad administrados-administración con criminalizar a la gente. Los de la rave son malos. Y la culpa de lo que viene ahora es por haber celebrado la Navidad. Mire, no. Hemos interpretado todos los papeles del auca. Estar en casa y salir sólo a pasear el perro. Correr por la terraza. Cantar en el balcón. Pasear en una franja horaria dependiendo de nuestra edad. Trabajar en casa. Llevar una mascarilla a todas horas. Hacer todo tipo de saludos absurdos para no darnos la mano. Olvidar los abrazos. Abrir las ventanas en pleno invierno. Parar de ir en bici en un límite imaginario porque empieza otro municipio. Cena a las siete de la tarde. Desayunar de pie fuera del bar. Encerrarnos en casa a las 10 de la noche. Ir al gimnasio y volver a ducharnos en casa. No ir al bosque porque estava el lobo. No probarnos la ropa que compramos. No cortarnos el pelo. No coger aviones. Meternos palos por la nariz. E incluso contar cuánta gente entra en nuestro domicilio. ¡En nuestra propiedad privada! Hemos hecho eso y no sé cuántas gincanas más... con una promesa. Una sola promesa. Que habría una vacuna. Y la tenemos. Hay más de una, de hecho. Gracias al sector privado. Y resulta que, cuando la tienen, nuestros políticos, nuestros gobernantes, nuestras administraciones, estos que nos han hecho hacer todas estas cosas como si fuera un programa de cámara oculta, no lo tenían preparado para administrarlas. Y nunca mejor dicho. No sé qué de unas neveras. No se qué del canal de la Mancha. Ah, y que en festivo no se trabaja. Mire, no lo sé. Basta de excusas y basta de tocar el violín. La rave estaba mejor organizada. Tendría que haber un ejército —que no el Ejército— poniendo vacunas como si no hubiera mañana. Y no anunciarnos, como si no lo supieran, o como si fuéramos niños pequeños, que hemos querido celebrar la Navidad —como si ellos no— y ahora nos pegarán en el culete.