Alcarràs es el taco en catalán. Los niños jugando al aire libre haciendo “pinyau, pinyau”. Es la nostalgia de esos veranos. Es una luz. Es neorrealismo. Una ficción documental. El amor por un oficio y por el trabajo, que no son siempre lo mismo. Es la tierra. En los pueblos, la gente anda con los pies anclados. En la ciudad, la gente levita. Fíjese. Alcarràs es el campo, los melocotones, la despensa de Catalunya. Es un dilema moral. Vidas individuales dentro de un caos colectivo que es un orden. Es la familia extensa. Son las comidas y cenas de verano al aire libre. Es todo esto. Pero, no nos engañemos, Alcarràs es lo que dice su argumento. Una familia a punto de hacer su última cosecha porque el dueño de las tierras quiere poner placas solares. Es un mundo que se va.

Y no es ficción. Ignis (del madrileño Antonio Sieira y con el apoyo financiero de la familia Sarasola, de largo historial de relación con el poder del PSOE y el PP) y Solaria (presidida por Enrique Díaz-Tejeiro, una de las personas más ricas de España) tramitan unas cuantas plantas en cientos de hectáreas a pocos kilómetros del pueblo. Algo que genera un debate más allá de la pantalla. Santiago Vilanova, autor de L’emergència climàtica a Catalunya, argumenta que Alcarràs es uno de los municipios con las capas freáticas más contaminadas por los nitratos por culpa de una explotación intensiva de las granjas de cerdos y cultivos. Y que los campos solares previstos, que cuentan con el apoyo del alcalde, Jordi Janés (Junts per Alcarràs), deben resolver el problema de la financiación local (que aseguran que se destinará a mantener los 220 kilómetros de caminos del término y a rebajar el IBI rústico), crear una planta de compostaje de purines, descontaminar suelos y rehabilitar la Casa Montagut, del siglo XVIII, como centro de investigación sobre energías renovables. Vilanova subraya que no son placas que deban instalarse en un campo de melocotoneros. Argumenta que, con la vigente ley catalana de energías renovables, el caso de la película es imposible.

La película es un grito de auxilio por una payesía que se muere por los bajos precios, por los terratenientes que lo compran todo, por las cadenas de alimentación que pagan poco y por la competencia de las placas solares, que dan más euros que la fruta.

En cambio, Anna Gomez, subdirectora del diario Segre, ha dicho que la película es un grito de auxilio por una payesía que se muere por los bajos precios, por los terratenientes que lo compran todo, por las cadenas de alimentación que pagan poco y por la competencia de las placas solares, que dan más euros que la fruta. De hecho, son unos proyectos muy discutidos por parte de ayuntamientos y vecinos afectados porque las líneas eléctricas de alta y muy alta tensión que tendrán que evacuar la energía que generen las placas fotovoltaicas, atravesarán varios municipios y decenas de terrenos de pequeños propietarios. La Generalitat mantiene que exige mejorar la integración ambiental, paisajística y territorial como condición para autorizarlas: proteger un corredor natural en la zona y enterrar la línea eléctrica.

El alcalde defiende que las placas solares tendrán poco impacto visual y paisajístico, porque no romperán el mosaico agrícola, estarán clavadas a un metro y medio del suelo y se prevén acuerdos con ganaderos para que las ovejas pasten dentro del recinto. Los terrenos pertenecen a un único propietario, el gigante cárnico Vall Companys, que cultiva maíz. Quizá el debate no esté entre melocotones y placas solares o entre agricultura y renovables, sino sobre cómo armonizar ambas cosas. Pero, sobre todo, cómo hacer bien ambas cosas. Mejorando la vida de los campesinos, preservando el paisaje, la vida y el medio ambiente y huyendo de burbujas que solo enriquecen a grandes empresas, que ni siquiera son catalanas. El peligro siempre es privatizar las ganancias y socializar las pérdidas, en lugar de repartir las oportunidades. Son los ojos que nos ha abierto un Oso de Oro.