Hubo un tiempo en que el catalán era tan habitual como el castellano de Castilla (la viejísima) en las calles de Bilbao o de San Sebastián. O de Mundaka o de Hernani, por no nombrar siempre las capitales. A finales de los noventa y en los primeros 2000 el País Vasco, Euskadi, estaba de moda en Catalunya y, para mucha gente que se consideraba catalanista o nacionalista o independentista, viajar allí era una manera, también, de solidarizarse con el drama vasco, de ayudar a normalitzar aquella sociedad, desde el compromiso con el derecho de los pueblos a ser libres. Era otra manera –en general– de decir “vascos, sí (pero libres), ETA, no (ni los otros, tampoco)”. De reconocer, como de nuevo hizo ayer el president Puigdemont junto al lehendakari Urkullu en Gernika, en el acto de la toma de posesión, que los vascos serán lo que quieran ser (y los catalanes, por supuesto).

Aquellos eran los años del espejo vasco: 1998, la tregua de Lizarra, después frustrada, el Plan Ibarretxe, la vía a la independencia (más o menos) pactada por el PNV, o sea, el partido nacionalista de orden, con Batasuna, el brazo político de los de las pistolas. Eran los últimos años del pujolismo gobernante y todo aquello se seguía en Barcelona con verdadera pasión. La solución del problema vasco traería la del catalán, e incluso permitiría abrir una segunda Transición, se decía. Se especulaba, incluso, que la dureza de José María Aznar con el PNV de Xabier Arzalluz era pura fachada: que los conservadores españoles y vascos se estaban entendiendo, como tantas otras veces en la historia (y esto no se decía pero flotaba en el ambiente, de espaldas a los catalanes). Es en ese momento, en fin, cuando otro partido nacionalista de orden, la ya extinta CDC, empieza a definirse como soberanista (sin proponerse romper nada, empero).

Poco imaginaba el catalanismo hipnotizado por la vía vasca que sería el Estatut d'Autonomia de Catalunya del 2006, en parte concebido como respuesta catalana a aquel nuevo (teórico) escenario que parecía abrirse, y no el rápidamente abortado Plan Ibarretxe, lo que marcaría el techo, el límite, de la evolución del Estado autonómico español. Que Ibarretxe y el PNV por primera vez desde 1980 fueran desalojados al segundo intento por la alianza unionista –unionista pero muy vasca, para entendernos– entre el PSE y el PP tampoco permitió imaginar dónde acabaría el viaje del Estatut: en el inicio de un entonces inimaginable proceso independentista en Catalunya.

Euskadi sigue ahora la (antigua) vía catalana, la del autonomismo más acendrado. El lendakari promete el cargo por lealtad al Rey mientras que el 'president' se lo salta

Urkullu tomó posesión ayer del cargo en la Casa de Juntas, tras prestar el juramento foral, "por voluntad del Parlamento vasco, con lealtad a la Corona, respeto a la Constitución, al Estatuto y demás leyes vigentes". Puigdemont, cuando hizo lo propio en la Generalitat, solo expresó su "fidelidad a la voluntad del pueblo de Catalunya representado por el Parlament". Hace una década nadie se lo hubiera creído. El mundo al revés. Euskadi sigue ahora la (antigua) vía catalana, la del autonomismo más acendrado. Su lendakari promete el cargo por lealtad al Rey mientras que el president de la Generalitat se lo salta.

El Estatut d’Autonomia del 2006, consensuado por el tripartito, por Mas y Zapatero, fue discutido y propuesto por el Parlament, cepillado por las Cortes, refrendado por el pueblo catalán y sancionado por el Rey dentro del cauce de la ley y el orden constitucional, y mediante sentencia del TC, finalmente desactivado por los poderes del régimen del 78. Aquel Estatut siguió de entrada el mismo camino, es decir, el legal legalísimo, que se propone seguir ahora la reforma del Estatuto de Gernika pactada por el PNV de Urkullu y sus flamantes socios de Gobierno socialistas, a los que la gestora susanista del PSOE les ha aceptado lo que niega –de hecho, ya ni lo pide– al PSC de Miquel Iceta: debatir sobre el término nación (sin contenido jurídico) y el derecho a decidir.

La reforma del Estatuto vasco ha sido propuesta de manera entusiasta por sus promotores como modelo y ejemplo para la Catalunya de Puigdemont y de Junqueras; la Catalunya al borde no de la independencia sinó de la nada, según sostienen en Ajuria Enea, como dejó claro Urkullu en el debate de investidura y comparten plenamente en la Moncloa. Por algo estaba también en la Casa de Juntas de Gernika la vicepresidenta del Gobierno español, Soraya Saénz de Santamaría, la plenipotenciaria de Rajoy para la carpeta catalana. Soraya se sentó junto a Puigdemont, y, al parecer, se limitaron a intercanviar palabras de cortesia. No muy lejos estaba también sentado el líder de Batasuna, Arnaldo Otegi.

Con la presencia de Soraya en la jura del lendakari, Madrid bendice la reforma del Estatuto de Gernika y envía un señal inequívoco a Catalunya sobre los límites del diálogo 

Con la presencia de Soraya en la jura del lendakari, en un marco de alto contenido simbólico por lo que representa de renovación de los pactos seculares entre el Estado y el País Vasco actualizados por la Constitución, Madrid bendice  la reforma del Estatuto de Gernika y envía un señal inequívoco a Catalunya sobre los límites del diálogo. Cinco años después de que ETA hiciese mutis por el foro, y tras el retorno del PNV de los moderados a la Lehendakaritza, he ahí el nuevo escenario y el nuevo espejo vasco. Ese que Soraya se va a colgar en su despacho de la Delegación del Gobierno en Catalunya. En los prolegómenos de la Operación Diálogo, ese es el "espejito, espejito" que Soraya le va a enseñar a Junqueras, que ya ha mostrado por carta su disposición a iniciar un diálogo fluido “más allá” de las "evitables" discrepancias sobre el referéndum. Espejito con concierto económico? Bueno, ahora dice el flamante delegado Enric Millo que ya se puede hablar de todo.