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Soraya Sáenz de Santamaría –con este nombre exótico de princesa persa y estos apellidos tan épicos de militar intransigente– es en la España democrática lo que un piloto automático es en un avión. Así como ya expliqué que Albert Rivera es un residuo del régimen del 78, la vicepresidenta es un fruto natural del constitucionalismo español de los últimos 40 años. Si Podemos y Ciudadanos no existieran, su carrera hacia la presidencia del gobierno tendría muchos números de acabar bien. Todas las virtudes y todas las limitaciones del imaginario y la cultura del poder que sirvieron para superar la muerte de Franco se encarnan en la mano derecha de Rajoy. Soraya es el último producto de un sistema decadente y deshumanizado que tendrá que escoger entre cambiar de piel o acabar de manera traumática. Aunque ha hecho todo lo que hacía falta para tener una buena trayectoria, podría pasar que no hubiera llegado en el mejor momento para redondear su carrera.

Hija de una familia de clase media, la vicepresidenta es abogada del Estado y creció en un barrio tranquilo de Valladolid, cerca de un cine, de un colmado y de una comisaría. El verano del 1999 fue recibida en la Moncloa sin estar afiliada al PP ni haber tenido nunca ninguna relación con la política. El mito dice que trabajaba de funcionaria en León y que, cuando se enteró de que el gobierno buscaba asesores jurídicos, cogió un autobús a Madrid y se presentó como quien responde a una oferta de trabajo de la Nestlé o de la IBM. Es probable que Soraya fuera recibida en la Moncloa gracias a los contactos de un profesor que la había ayudado a prepararse las oposiciones sólo un año y medio antes. El hecho es que Rajoy la fichó como asesora técnica después de leer su currículum repleto de matrículas. Con 29 años su vida dio un giro.

Nacida en el 1971, la vicepresidenta descubrió el poder y la política a la vez, durante la segunda legislatura de Aznar. El PP había ganado por mayoría absoluta y hacía los primeros intentos de normalizar el españolismo, sacralizando la Constitución y presionando CiU y PNV para que cerraran el debate autonómico. En el 2001 Rajoy fue nombrado ministro del Interior y Soraya entró en su equipo para llevar temas de inmigración –que entonces ya eran una cuestión espinosa.

En aquella España encantada de haberse conocido, que empezaba a disfrazar sus tics autoritarios de legalidad moderna y cosmopolita, las cualidades de Soraya brillaron enseguida. Su capacidad de trabajo y la memoria de ordenador la ayudaron a prosperar tanto o más que su fidelidad a Rajoy. Seguramente el carácter pragmático, legalista y perseverante de un registrador de la propiedad estaba destinado a conectar con el de una abogada del Estado, que también ha hecho la mili de unas oposiciones durísimas.

En aquella España encantada de haberse conocido, que empezaba a disfrazar sus tics autoritarios de legalidad moderna y cosmopolita, las cualidades de Soraya brillaron enseguida

Sin coger la velocidad desesperada que últimamente toman las carreras políticas, la trayectoria de Soraya se aceleró con la retirada de Aznar. En el 2004 participó en la elaboración del programa del partido y se afilió al PP. En el 2006 llevó el peso de la campaña jurídica contra el Estatuto y, finalmente, en el 2008 Rajoy la nombró portavoz en el Congreso para escenificar la renovación del partido, en sustitución de Eduardo Zaplana.

 

Menuda, ovalada y con un naricilla respingona que, cuando se pone seria, le da un aire de bruja o de directora de internado, Soraya era presentada como una chica hipertrabajadora, que aprovechaba los momentos de ocio para leer La montaña mágica o para ir al cine. Algunos decían que no tenía las garras lo bastante afiladas para sobrevivir en el nido de culebras y pitones que es la política; otros ya insistían en que es pequeña pero matona. El hecho es que la noche de la segunda derrota electoral ante de Zapatero, el líder del PP pidió a Soraya de salir al balcón con él a saludar a los militantes que se congregaban tristes delante la sede de la calle Génova. En aquel momento, su carrera se habría podido interrumpir si Rajoy hubiera sido sustituido, pero eso no pasó y el tándem quedó consolidado.

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Con la victoria del PP en el 2011, la vicepresidenta pasó a gestionar el poder duro del gobierno. Las mujeres quedan mejor que los hombres en el papel de policía, y Rajoy le tiene tanta confianza que le delegó el control de los servicios secretos, que es una institución que acostumbra a depender del presidente. Soraya es la responsable indiscutible de la sala de máquinas de la Moncloa y durante esta legislatura ha tejido una red de complicidades mediáticas y empresariales que tendría que hacer sonrojar a algunos unionistas que sólo se indignan con el poder político catalán. Soraya ha controlado la televisión pública y los diarios endeudados, sin sufrir por las bajadas de audiencia ni los despidos de periodistas. La obsesión por el control también se le manifiesta en los asuntos internos del partido. La vicepresidenta lidera un grupo de jóvenes tecnócratas que tienen prisa por mandar y, como muchos protagonistas del plan de desarrollo, tienden a confundir la falta de empatía e ideologia con el futuro y la modernidad.

Soraya ha controlado con mano de hierro la televisión pública y los diarios endeudados, sin sufrir por las bajadas de audiencia ni los despidos de periodistas

La participación en el debate electoral de Atresmedia sirvió a Soraya para postularse como la heredera de Rajoy, pero también sirvió al PP para esconder a su presidente y dar a entender que el partido tiene una plantilla fuerte. Cuando digo que Soraya es el piloto automático de la España surgida de la transición, quiero decir que es una tecnócrata muy eficaz y muy segura, pero que, igual que los robots, no inspira caridad ni simpatía y no hace volar la imaginación.

 

En Soraya se puede proyectar seguridad, pero no alegría ni esperanza. Eso no sería ningún problema si el caso catalán se pudiera aislar y no infectase todo el cuerpo político estatal. La España del 78 se tambalea hasta el punto de que su partido macho no encuentra individualidades que humanicen el poder. Por eso el PP se tiene que esconder detrás de los equipos y detrás de las leyes. Eso no se cambia con matrículas de honor ni saliendo a bailar en un programa. Ahora bien, si Franco pudo alargar su régimen escondiéndose detrás de la sangría y el 600, quizás la España constitucional podrá ir resistiendo a golpe de reales decretos, gracias al estatismo democrático pero descarnado de Soraya y sus chicos.

(FOTOS: SERGI ALCÀZAR)