Si eres una persona catalanohablante, tienes la suerte de vivir en un piso con tu familia y resides en Barcelona, tienes que saber que según los creadores de Smiley, la última serie catalana estrenada en Netflix, eres una persona exótica. Un personaje estrambótico en este gran teatro en que se ha convertido la capital de Catalunya. Un elemento más de atrezo, como un caganer en el belén o un plato de canelones por Sant Esteve. En definitiva, un recurso escenográfico más del paisaje, como la plaza Catalunya, la Torre Agbar o los taxis de color negro y amarillo. Quizás hasta hoy no lo sabías, pero ahora ya lo sabes: eres una persona extraña, rarísima y, como tal, en peligro de extinción, ya que eres una rémora del pasado. Si en el año 2022 eres de Barcelona y hablas catalán, en realidad lo que estás haciendo es ser un rancio. No te enfades conmigo, pero, que no soy yo quien te dice eso. Lo dicen Guillem Clua, Marta Pahissa y David Martín-Torras, que son los creadores y directores de esta serie magnífica si lo que quieres es desperdiciar cuatro horas de tu vida viendo una de las chapuzas televisivas más grandes que se han parido en los últimos tiempos en nuestro país.

Mirándolo bien, pero, quien también dice que eres menos moderno que fumar con cerillas es Minoria absoluta, la productora catalana que está detrás de Smiley. Tras la gran noticia de que en Netflix hay una serie que se puede ver íntegramente en catalán gracias a una versión doblada, la realidad es que en la versión original los únicos personajes que lo hablan son tres. Por un lado, Bruno (Miki Esparbé), el temible dueño del despacho de arquitectos donde trabaja uno de los protagonistas y que tiene un aire tiránico. Por otro lado, Albert (Eduardo Lloveras) y su mujer, Núria (Ruth Llopis), que son la única pareja clásica que aparece en toda la ficción, es decir, la familia prototípica heterosexual con un piso en el Eixample, tres niños y unos familiares que hacen comentarios homófobos en catalán el día de Navidad mientras comen escudella. Todos los otros personajes de la serie, absolutamente todos, no dicen ni una palabra en catalán. Pero no solo eso: a pesar de estar ambientada en Barcelona, la serie arrincona y reduce tanto la lengua a los clichés mencionados que ni un triste figurante con frase es capaz de pedir una aigua amb gas en el bar donde trabaja el otro protagonista, Àlex (Carlos Cuevas), o cinc-cents grams de pernil dolç al puesto del mercado que regenta su madre. No, nada de eso. Lo más moderno y catalán que se ve en esta serie es el nombre del espectáculo de una dragqueen cada noche en el bar: "Queena Mandra". Vaya.

En escasos días, tres productos audiovisuales diferentes en HBO, Filmin y Netflix han plasmado Catalunya poniendo el foco en la realidad catalana con una óptica nada catalana, que es lo que pasa en los territorios ocupados

La cosa apesta tanto que se hace difícil no ver Smiley, que es la adaptación cinematográfica de una obra teatral de Guillem Clua, con las gafas de la semiótica puestas y desgranar todos sus signos no lingüísticos, ya que aparte del mismo texto, todo lo que ven nuestros ojos o lo que sienten nuestros oídos tiene un significado. Es decir, una intención. Por tanto, entiendo que me digas exagerado, paranoico o directamente imbécil, pero me limito a explicarte lo que semióticamente significa crear en el 2022 un propietario de empresa que parece sacado de los años del pistolerismo y al que solo le falta militar en la Lliga de Cambó, tener un secretario con visera y recibir amenazas de muerte de la CNT en un sobre donde diga "Muerte al patrón". Hasta hace unos años, el relato mentiroso, sesgado y anacrónico sobre Catalunya lo hacían los Jiménez Losantos de turno, la FAES o los medios de comunicación españoles que tienen fotos de Lerroux en las paredes de la redacción, pero ahora ya lo hacemos nosotros mismos en series producidas, dirigidas y financiadas desde Cataluña, con guionistas y actores catalanes.

Desgraciadamente, la sensación general es que el catalán últimamente se incrusta en las ficciones audiovisuales hechas en Cataluña como un elemento meramente complementar y folclórico. Más como una lengua de memoria que de uso normal, quiero decir, por eso viendo Smiley pensé en un bar italiano que hay cerca de mi casa y que se llama Pan Persôtt, que significa 'pan con jamón' en emilianoromañol. Massimo, su barista, me dijo un día que le habían puesto ese nombre en homenaje a su abuela, como la famosa nota de voz de Rosalia en G3 N15, pero que ellos ya no hablaban modenés y que lo único que sabían eran cuatro frases hechas, un par de saludos y alguna canción de cuna. En la serie, la única canción que suena en catalán es El noi de la mare, en el capítulo donde hacen cagar al tió, que en realidad es lo mismo que poner un naming nostálgico a un bar, sobre todo si el propietario es alguien a quien le han arrebatado su lengua y piensa que ha sido fruto de un accidente histórico, en vez de una operación política deliberada.

Smiley normaliza, por fin, en una serie catalana, las historias de amor LGTBIQ+ en la pequeña pantalla, pero lo hace cerrando en el armario a todas las personas homosexuales que viven y aman en catalán, invisibilizándolas

Quizás no sea casual, pues, que en escasos días, tres productos audiovisuales diferentes en HBO, Filmin y Netflix hayan plasmado Catalunya poniendo el foco en la realidad catalana pero con una óptica nada catalana, que es lo que pasa en los territorios ocupados o coloniales. Si La Sagrada Família dibuja a Jordi Pujol como una especie de emperador con ínfulas de Rey Sol y Autodefensa pinta un país donde solo hablan catalán los cazurros de pueblo con la 49cc trucada, Smiley se recrea en el mantra de que la clase trabajadora catalana solo habla castellano o que en Barcelona el catalán solo lo utilizan las clases acomodadas y los burgueses de derechas, una cosa más falsa que los diálogos enlatados, postizos y ultrateatralizados de la serie. Es una lástima, francamente. Ahora que Smiley normaliza, por fin, en una serie catalana, las historias de amor homosexuales en la pequeña pantalla, cosa muy necesaria, lo hace encerrando en el armario a todas las personas homosexuales que viven y aman en catalán, unos aborígenes que, aunque los creadores de la serie parecen no conocer, existen.

Todo ello hace pensar mal. Lo más curioso y triste es que esto ocurra ahora, terminado un Procés que no fue nada identitario —excepto en la cabeza de sus detractores, opositores y represores— y cuya derrota afecta al elemento más importante de la identidad catalana: la lengua. Seguramente por eso, en vez de poner de manifiesto que Cataluña es un país normal, moderno e inclusivo, es más fácil hacer una serie donde todos los personajes caen bien y parecen gente cojonuda con la que quedar para tomar una birra, excepto uno: Albert, el único personaje que vive plenamente en catalán. Alguien detestable, pardillo, pesado, tonto, aburrido, prototípico, infantil, infeliz y nostálgico de un pasado mejor, que además es un artista frustrado que quería ser pintor abstracto y ha acabado trabajando de arquitecto en el despacho de su suegro, como un enchufado. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que claramente es alguien que vive una vida que no es la que quiere vivir, como él mismo confiesa. Un derrotado, vaya. Como nosotros. Quizás por eso, para muchos, Smiley no dibuja ninguna sonrisa.