No hay suficientes adjetivos para definir qué y cómo es la justicia española. Por mucho que se la califique de sectaria, intolerante, sesgada, dogmática, intransigente, fanática, partidista, tendenciosa, doctrinaria, parcial, endogámica, injusta..., siempre falta que si un atributo que si un epíteto para poder acabar de enmarcar correctamente las actuaciones de la mayoría de sus representantes. Algunos de los cuales no paran de sorprender con comportamientos cada vez más fuera de lugar e impropios de la judicatura de un estado que presume de democrático, talmente como si perdieran el mundo de vista cuando se trata de perseguir todo lo que suene a catalán y a todos los que tenga algo que ver con Catalunya.

A medida que se acercan los nuevos plazos para aprobar la ley de amnistía —pasado mañana tiene que volver a superar el trámite en comisión en el Congreso y, si todo va bien, el pleno podría darle vía libre el jueves de la semana siguiente— y los partidos, básicamente el PSOE y JxCat, exprimen las negociaciones para que no fracase de nuevo, los jueces han vuelto a la carga. La estrella ha continuado siendo el magistrado de la Audiencia Nacional Manuel García-Castellón, que finalmente se ha salido con la suya. No ha desfallecido en el intento de incriminar como sea por terrorismo a Carles Puigdemont en el caso Tsunami Democràtic e incluso se ha permitido aleccionar Suiza, acusándola de "sesgo político" por no darle información sobre la secretaria general de ERC, Marta Rovira. Haría reír, si realmente no diera pena, que un juez que haría tiempo que debería estar apartado de la carrera judicial para prevaricar de manera reiterada se atreva a valorar el comportamiento de uno de los países con una tradición democrática más sólida y reconocida del mundo.

Alumno aventajado parece que ha salido el titular del juzgado número 1 de Barcelona, Joaquín Aguirre, que instruye el caso Volhov y que también hace tiempo que está dispuesto a encausar al 130º presidente de la Generalitat por lo que sea: por terrorismo, por alta traición, por malversación de caudales públicos o por lo que le digan los informes que para la ocasión le elabora la Guardia Civil. Y otro que no se queda atrás es todo un presidente de una instancia como el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC), Jesús María Barrientos, que, haciendo gala de su imparcialidad, se ha pronunciado en contra de la ley de amnistía sencillamente por motivos ideológicos. Una toma de posición inaudita en cualquier sistema democrático que debería inhabilitarlo para juzgar, tal y como está previsto —y pese a que hace cuatro años que tiene el mandato caducado debido al bloqueo de la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) por parte del PP—, dirigentes de ERC imputados en la causa catalana —Josep Maria Jové, Lluís Salvadó y Natàlia Garriga— y que si, como parece, la ley sale adelante, pueden ser beneficiarios. Un caso evidente de conflicto de intereses.

El movimiento independentista catalán no es violento y, por tanto, ninguno de sus integrantes, ni los dirigentes políticos ni los activistas anónimos, es un terrorista y ninguna de sus acciones es constitutiva de un delito de terrorismo

En un país con el tipo de judicatura que hay en España, sin embargo, todas estas conductas tienen premio y, como era de prever, el Tribunal Supremo ha aceptado la tesis de Manuel García-Castellón y, en contra incluso de la opinión de la Fiscalía, abrirá una causa por terrorismo contra Carles Puigdemont por el caso Tsunami Democràtic con el único objetivo de apartarlo de la amnistía. La sala que lo ha avalado estaba integrada, entre otros, por Manuel Marchena, el presidente del tribunal que juzgó y condenó a los dirigentes de ERC y el PDeCAT (ahora JxCat) por el referéndum del 1-O, y Carmen Lamela, la jueza que cuando estaba en la Audiencia Nacional inculpó a Jordi Sànchez y Jordi Cuixart. Dos magistrados con una inventiva reconocida, capaces de fabular todo lo necesario para tergiversar la realidad con el fin de que ésta no les estropee la imputación y poder criminalizar un nombre determinado no ya por ser independentista, sino por el simple hecho de ser catalán. Y también formaba parte de ella Julián Sánchez Melgar, fiscal general del Estado en la última etapa de Mariano Rajoy como presidente del gobierno español.

Además del 130º presidente de la Generalitat, el Tribunal Supremo también acepta investigar al diputado de ERC Ruben Wagensberg —que recientemente se fue a vivir a Suiza para evitar precisamente la detención por este caso—, en tanto que considera que la actuación de Tsunami Democràtic superó el ámbito de Catalunya, porque si no, al ser aforado, el tribunal competente sería el TSJC. El resto de implicados, en cambio, entre ellos Marta Rovira, los deja en manos del propio Manuel García-Castellón, que a la vista de los hechos hay que suponer que les mantendrá caiga quien caiga la imputación por terrorismo. Para justificar su decisión, la sala del Tribunal Supremo que ha dictaminado sobre la cuestión ha recurrido a la trampa de equiparar la actividad de Tsunami Democràtic con el "terrorismo callejero" con que se bautizaron las acciones de la kale borroka en Euskadi cuando ETA aún actuaba. Y con insinuaciones, medias verdades y argumentos retorcidos se ha pasado por el forro los derechos y las libertades más elementales, en un movimiento "muy difícil de entender jurídicamente" e "impropio de un tribunal independiente y serio", como lo ha calificado, por ejemplo, el exletrado del Tribunal Constitucional Joaquín Urías.

A pesar de lo que diga una judicatura absolutamente pervertida y convertida en casta excluyente, sin violencia no hay terrorismo. La violencia, en cualquiera de las acepciones que recoge el Código Penal español, es condición imprescindible para que haya terrorismo. Y ya se puede poner como quiera: el movimiento independentista catalán no es violento y, por tanto, ninguno de sus integrantes, ni los dirigentes políticos ni los activistas anónimos, es un terrorista y ninguna de sus acciones es constitutiva de un delito de terrorismo. Llegados a este punto, es obvio que la maniobra, aunque no parece que vaya a tener mucho recorrido jurídico en la medida en que se trata de una argucia meramente política, sí que tiene un doble efecto más o menos inmediato. Por un lado, y si no es que la ley acaba conteniendo alguna cláusula en sentido contrario, Carles Puigdemont y Ruben Wagensberg no podrán acogerse de entrada a la amnistía, que es justamente por esto que se ha orquestado toda esta estratagema. Y, por otro, al encontrarse respectivamente en Bélgica y Suiza, si acaso, serán primero las justicias de ambos países las que deberán pronunciarse sobre el caso. La helvética ha dejado claro qué piensa de ello y la belga también ha dado unas cuantas muestras de que no le gusta que le hagan pasar gato por liebre. Esto, además, después de que ni la Comisión de Venecia haya vetado la ley como le había pedido el PP.

Tan listos que se creen que son y lo único que hacen es banalizar el terrorismo. Con razón, víctimas de ETA y de los atentados yihadistas del 17-A en Barcelona y en Cambrils han alzado la voz para clamar que se sienten insultadas. Porque banalizar el terrorismo sí que es propio de un sesgo político perverso. Claro que a ellos tanto les da.