Durante los días posteriores a las restricciones de la pandemia, presencié una escena que me dejó inquieto. Era una calle Aragó silenciosa, sin tráfico de ningún tipo, y un hombre esperaba pacientemente frente a un semáforo en rojo. No venía ningún coche. Ni uno solo. Pero él no cruzaba. Observé como otros peatones se le unían, formando una pequeña fila de ovejas obedientes ante una señal que había perdido toda su razón de ser. El semáforo era una metáfora lumínica: la norma había desplazado el sentido común. No cruzaban porque estaba en rojo, simplemente. Aunque no hubiera ningún peligro. Pensé que quizá, en situaciones de estrés colectivo, tendemos a aferrarnos a las normas como mecanismo de supervivencia. Como si obedecer nos diera sentido, como si el orden externo compensara la incertidumbre interna.
Quizá hay una inteligencia colectiva que solo emerge cuando el sistema se borra
Esta semana, durante el apagón general, en cambio, los semáforos estaban apagados. La caída general del sistema eléctrico y tecnológico del país dejó media ciudad en una especie de paréntesis energético. Sin señales, sin conexión, sin árbitro ni norma. Pero en lugar de caos, hubo una especie de orquestación instintiva. Los peatones se entendían con la mirada, los coches reducían la velocidad en los cruces, algunos espontáneos incluso se pusieron a hacer de guardias urbanos y, sobre todo, las personas se cedían el paso con una especie de educación espontánea. Sin normas explícitas, recuperamos una especie de coreografía natural. No necesitábamos que una máquina nos dijera cuando caminar. De repente, la comunidad improvisaba. Pensé que quizá no estamos tan perdidos como parecía. Quizá hay una inteligencia colectiva que solo emerge cuando el sistema se borra; como ya vimos y comprobamos todos en el año 2017.
Y, sin embargo, mientras los ciudadanos se autorregulan con una dignidad sorprendente, las instituciones parecen congeladas. Apagadas. Los medios de comunicación de todo tipo ya han elevado la correspondiente queja: durante horas, demasiadas horas, los gobiernos (tanto el español como el catalán) permanecieron mudos. La sensación de abandono era abrumadora. Un apagón tan grande habría requerido una respuesta inmediata, serena pero decidida, que diera contexto, que proyectara liderazgo. En lugar de eso, silencio. “Gestión”, lo llaman. “Poco ruido”, como dice Salvador Illa. Redes llenas de preguntas, usuarios sin servicio, trenes parados y ninguna voz institucional visible. Como si las estructuras administrativas, cuando falla la electricidad, se refugiaran en la opacidad o quedaran desconectadas del mundo real. De la Catalunya real.
Este contraste (una ciudadanía capaz de autorregularse y unas autoridades que tardan en comparecer) nos interpela. Nos muestra que quizá tenemos más capacidad colectiva de la que nos hacen creer, y que, por el contrario, aquellos que deberían protegernos se mueven con una lentitud burocrática que no se ajusta a los tiempos que vivimos. Si un simple semáforo apagado puede revelar todo esto, es que algo importante nos está hablando entre líneas. Quizá deberíamos aprender a confiar menos en las luces que nos dicen qué hacer, que son necesarias, y más en el criterio que llevamos dentro. Que también es necesario y determinante, en muchas ocasiones. Sobre todo en las crisis. En los conflictos. En los momentos en que la “normalidad”, tan proclamada y deseada por los socialistas como la “buena gestión”, brilla por su ausencia.